No. 17
(mayo-junio
de 2003)

 

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La seriedad de Ibargüengoitia.

Sobre Los relámpagos de agosto

María Cristina Hernández Escobar

La seriedad es esencialmente frágil
Vladimir Jankelevich

 

Paradójicamente, en un país donde a diario se cometen todos los pecados capitales, uno más rompe el saco: el de no cometerlos con disimulo. No conducirse embozado puede conducir a la muerte, cuando menos social.

El eufemismo es, según el decir de Jorge Ibargüengoitia, "el lado fuerte de los guanajuatenses y los mexicanos".1 ¿Por qué hacer de esta suerte de mentira "piadosa" una práctica cotidiana, casi una virtud cardinal de toda persona respetable?

Según Ibargüengoitia, en México, por decir un país, ése donde nació y fue educado, cuando se habla de seriedad antes que nada y a veces, únicamente se entiende por ello rigidez y ausencia de humor que, en la práctica, resulta ser ausencia de autocrítica y de tolerancia. Piénsese entonces en lo que significa la expresión "tratar con respeto" esto a aquello cuando, de acuerdo con lo que se enseña, tratar así implica ser serio.

Para nombrar lo que se ha de "tratar con respeto" se echa mano de una colección de eufemismos, como, por ejemplo, llamar "contribuciones" a algo que es impuesto, o "fuerzas del orden" al aparato represivo.

Para Ibargüengoitia, ser serio es ser responsable, y serlo, significa para empezar, llamar a las cosas por su nombre, comenzando consigo mismo. El narrador en primera persona cumple ese objetivo al dar la sensación de que quien escribe es las tres entidades: escritor (un ser humano con todas sus agravantes), narrador y protagonista, al que casi todo le ocurre. El contexto referido es una serie de sucesos reales y bien identificados, aunque como el escritor dice: los personajes son imaginarios.

¿Qué es lo que diferencia esta novela de cualquier crónica de costumbres o de un relato histórico?

Aun cuando comparte con esos géneros (sobre todo con el histórico) el rigor que implica una investigación bien llevada y un análisis agudo, es en la posición tomada precisamente a partir de esta búsqueda (la certeza de que vivimos en una sociedad del absurdo) donde la escritura y la elección de la ironía como tropo caracterizador del estilo marcan la gran diferencia con el texto didáctico.

A Ibargüengoitia le resultan absurdas las dinámicas de las capillas literarias y la de la crítica literaria, pero especialmente las prácticas políticas y de administración pública, pues permiten el triunfo del oportunismo, de los corruptos, además de la creación de sistemas que permiten que esto prevalezca. Sin embargo, antes que nada, lo que más detestable le parece es la mistificación de lo falso que los historiadores consignan en libros que no muestran el pasado sino, por lo general, una gran preocupación por justificar el presente; héroes rígidos e imposibles, y estatuas que sir agadero a las palomas.

Ibargüengoitia nos muestra atrapados por una burocracia y por ese aprendizaje del disimulo, dentro del horror de un mundo sin coherencia.

En su escritura hay un anhelo de destruir la mentira oficial, histórica y hasta personal, de evidenciar ese engaño revitalizado en cada discurso y en cada institución del poder. Esa búsqueda de la verdad lo lleva a indagar -en la propia experiencia, en los testimonios vivos y en documentos literarios, históricos, judiciales, periodísticos (incluyendo desde luego la "nota roja")- el tamaño real de los hombres que conforman una nación: "Al ironizar sobre la naturaleza humana encuentra (Ibargüengoitia) que los hombres y las mujeres son iguales en todos los sitios y tiempos, que tienen cualidades y defectos comunes, que los mueven motivaciones muy primarias y que comparten vergonzantes, idénticos miedos."2 Esto sucede incluso con los héroes que nos dieron patria (Los pasos de López).

Ibargüengoitia seguro partió de vivir en esta sociedad absurda; seguro conoció como todos la versión oficial y, como muchos, sintió la enorme punción de saber qué estaba pasando y por relatar con la seriedad (como sinónimo de responsabilidad) y la inteligencia necesarias como para hacer posible ese encuentro de la historia humana con los humanos. No creo que se haya colocado en situación de mesías. Fue tan sólo un escritor consciente de lo que implica serlo, con una inevitable posición ante los hechos de la vida y una mirada muy aguda.

La narración hace referencia a una verdad: que tanto el espacio físico como sus habitantes viven de y en la falsedad. Esto es posible verlo al entrar en la intimidad de sus protagonistas: sus puntos de vista, sus relaciones, sus flaquezas, sus aspiraciones y engaños, su visión del mundo forjada con frecuencia a partir del trozo de cielo que les tocó ver (material que integra el Catálogo de ideas fijas cuevanenses tan diligentemente redactado por Justine en Estas ruinas que ves). Refiere la realidad más amarga usando, creo, el recurso más adecuado para poner en duda, hasta destruirlo, todo aquello que la encubre y no se sostiene por sí solo: la risa, aquélla que, a decir de Henri Bergson (Le rire), pone en duda una verdad.

En concordancia con el adagio "Riendo se castiga más", considero que Ibargüengoitia tenía razón cuando decía de sí que no era un humorista, pues sus textos no tienen la finalidad absoluta de hacer reír (o de sonreír), aunque esto se vuelve algo inevitable.

Ramón Gómez de la Serna considera que "para variar las formas [sociales] llega un momento en que no hay otro remedio que disvariar y cambiarlas radicalmente. El humorismo es una forma de romper con las formas establecidas."3

El poder rara vez busca la risa para legitimarse, prefiere escudarse en la solemnidad, pues según Freud, el humor no es resignado sino rebelde y no sólo triunfa el yo sino el principio del placer sobre una realidad adversa e inmodificable.

De acuerdo con Jankelevich, ironizar es elegir la justicia, pues la ironía " transparenta cierta nostalgia por el Bien y la Belleza ausentes."4

Etimológicamente ironía proviene de la palabra griega eironeia, "aquel que dice una cosa que no piensa". Ferrater Mora dice que es una manera, casi un método, de hacer patente algo sin exhibirlo directamente; no es un modo de oscurecer sino transparentar el sentido latente.5

El discurso irónico para ser captado en la fineza de su tejido requiere la competencia del lector (debe conocer los hechos referidos y/o tener cierta perspicacia) ya que de esta forma se convierte en cómplice. Pues bien, en Los relámpagos de agosto, por ejemplo, se relata un hecho de todos conocido: los tiempos posrevolucionarios, concretamente 1929 (justo el año de constitución del ex partido gobernante); se retrata a los políticos con sus claroscuros, pero sobre todo se los hace hablar, al menos por voz de un general retirado que decide dictar sus memorias a un joven escritor que uno puede identificar como Jorge Ibargüengoitia.

No es casual que se elija su autobiografía para narrar Los relámpagos de agosto: era muy usada por los testigos de un acontecimiento de esa naturaleza para contar su versión de los hechos, no sólo con el fin de salir bien librados sino para demostrar que ellos tenían la razón y que si algo salió mal no fue su culpa.

Según el crítico Beda Allemann, el texto irónico ideal sería aquel ausente de toda marca que encamine nuestro trabajo interpretativo. En Los relámpagos., como en toda la obra de Ibargüengoitia, no hay un solo juicio de valor, al menos no explícito. Es en el contraste entre las palabras y las acciones contadas en el texto (y entre éstas, y lo visto u oído por el lector en su cotidianidad) de donde surge esa sensación de lo irónico.

Un texto irónico requiere tres elementos: "un ironista, un blanco de ataque y un receptor que pueda descodificar literalmente el mensaje irónico y por tanto convertirse también en el blanco o, por el contrario, interpretarlo correctamente y entonces aliarse con el ironista [.] y convertirse en cómplice".6

Ironizar es burlarse más que hablar por antífrasis y de todos los tropos, la ironía es la que más a gusto nada en las aguas de la ambigüedad. ¿Acaso existe algo más ambiguo que la sociedad que nos enseña a admirar a un caudillo y a condenar a los que hacen suyas sus demandas? ¿o la que, por un lado, nos inculca amor a una imagen falsa de la patria, mientras, por el otro, día con día aprendemos a despreciarla profundamente?

Paradójicamente, ironizar es también una forma de ser serio, de atacar de frente a la ambigüedad y de cometer el pecado de imprudencia. con la gracia de Dios.

 

Notas

1. Margarita Villaseñor, "Conversaciones frente al mar de la presa.", en A contrareloj, México, Gobierno del estado de Guanajuato, 1996, p. 22.

2. Georgina García Gutiérrez, "Ocultación para embozar: Cuévano y Chamácuero", en op. cit., p. 119.

3. Luz Elena Zamudio, "Gregueruntas y preguerías" , en De la ironía a lo grotesco, México, UAM, 1ª ed., p. 70

4. "Entre canibalismos y magnicidios. Reflexiones en torno al concepto de ironía literaria", en Ana Rosa Domenella, op. cit., p. 91.

5. Ibid., p. 88.

6. Ibid., p. 92.

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