No. 17
(mayo-junio
de 2003)

 

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Cuba y la alternativa socialista al liberalismo: notas sobre un texto de Héctor Díaz-Polanco

Rafael Bernabe

El texto "Cuba en el corazón" de Héctor Díaz Polanco merece debatirse a fondo por la complejidad y alcance de sus planteamientos. Me parece que este interesante trabajo nos permite avanzar en el importante debate que, de un modo u otro, se viene desarrollando en sectores de la izquierda internacional sobre Cuba, sobre las tareas y orientaciones del movimiento antiimperialista, sobre el rol de los intelectuales y sobre las concepciones del socialismo y la democracia en general. Presento estos comentarios como una contribución al debate.1

 

La solidaridad con Cuba: compromiso urgente y necesario

El texto se inicia con un señalamiento que considero fundamental: reafirma su apoyo, su solidaridad con Cuba, con la revolución cubana y a la vez reconoce que la crítica no está reñida con esa solidaridad y ese apoyo. Esto implica un doble deslinde: tanto de los que, al no estar de acuerdo con determinadas acciones, se colocan al margen de esa solidaridad, como de los que piensan, "a la vieja usanza", como dice Díaz Polanco, que "criticar ... a los proyectos progresistas, de suyo es alimentar el proyecto del imperialismo." El apoyo, como dice Díaz Polanco, no impide manifestar el desacuerdo. Es cierto: y esto es lo que han olvidado unos y otros, tanto los más intolerantes defensores de Cuba, que ven todo desacuerdo como síntoma de falta de apoyo, por un lado, y algunos críticos, por otro (como parece ser el caso de Saramago), que al manifestar el desacuerdo han optado por renunciar al apoyo. De unos y otros hay que diferenciarse, aunque, hay que aclarar, con los primeros compartimos algo esencial: la defensa de la revolución cubana, a lo cual no renunciamos ni por un segundo (y a la cual pensamos su intolerancia ayuda muy poco).

Esta defensa es hoy más urgente y necesaria que nunca. A las recientes provocaciones del gobierno de Bush (las actividades de Cason, la expulsión de los catorce diplomáticos, la inclusión de Cuba en la lista de países que fomentan el terrorismo) se suma el anuncio de que el presidente norteamericano anunciará en el futuro cercano (quizás el 20 de mayo) nuevas medidas contra Cuba. Sin duda, en los próximos meses la defensa y la solidaridad con Cuba tendrá que ser tarea prioritaria de todos y todas los que aspiramos a un mundo más justo, democrático e igualitario.

La crítica del universalismo liberal

Y es desde esa perspectiva que quisiera abordar el texto de Díaz Polanco. Dicho autor advierte que buena parte de la crítica que contra Cuba se ha formulado recientemente tiene un punto de arranque específico: las categorías de cierto universalismo liberal que, según él, ha ido penetrando el pensamiento de izquierda y progresista en años recientes. Se trata, señala Díaz Polanco, de una corriente particularmente problemática, cuyos postulados generales esconden intereses muy particulares: quien asume sus categorías irreflexivamente puede contribuir a objetivos (como la reproducción o encubrimiento de un sistema social injusto) con los cuales quizás no simpatice concientemente.

Así, señala Díaz Polanco, estamos ante una muy particular manipulación de la doctrina de los derechos humanos, que, si bien se presenta como universal, como surgida de la condición y la "razón humana", es en realidad producto y corresponde efectivamente a la reproducción de las estructuras de dominación particulares de ciertas sociedades (las "democracias" capitalistas desarrolladas) y, más aún, al dominio de esas sociedades (o de sus clases gobernantes) sobre buena parte del mundo. Se trata de un "particularismo que se disfraza de universalidad", de un "falso universalismo que favorece el statu quo capitalista" e imperial. Estamos ante un alegado universalismo que esconde intereses muy particulares y que lo hace tanto más eficazmente en la medida que los presenta como atemporales, universales y eternos.

Díaz Polanco indica el ejemplo más dramático de lo que estamos señalando: como los "mandarines de la globalización", los "centros de poder mundial", logran presentar sus agresiones imperiales como "intervenciones humanitarias", es decir, no como la defensa de intereses específicos (que quisieran hacerse invisibles), o de un sistema social particular (que se quiere presentar como natural y eterno) o de una particular jerarquía internacional (que se quiere mantener), sino de la humanidad misma.

Pero, ¿cómo logra este discurso liberal representar lo excluyente como universal, lo histórico como atemporal, lo imperial como humanitario? El texto de Díaz Polanco lo señala muy bien. "La primera operación consiste en distinguir arbitrariamente entre derechos civiles y políticos, por una parte, y derechos económicos, sociales y culturales, por otra". El segundo paso está en privilegiar los primeros: en el universo liberal, la "libertad" (según la entiende el liberalismo) siempre es más importante que la "igualdad". Así, señala Díaz Polanco: "Al final, los únicos verdaderos derechos terminan siendo los civiles y políticos, mientras los demás son sólo 'deseos' poco realistas, moralmente no exigibles, 'aspiraciones' que se dejan para las calendas griegas."

Esa separación de los derechos civiles y políticos, por un lado, de los económicos y sociales, por otro, y la subsiguiente postergación de los segundos tiene entonces un efecto que no es difícil constatar: desde esa perspectiva se hacen visibles ciertas violaciones a los derechos humanos (las de Pinochet, por ejemplo), a la vez que otras se hacen invisibles (las del FMI, por ejemplo). El capitalismo, en fin, desaparece del panorama: la miseria económica y social que genera constante y masivamente ya no aparece como una violación a los derechos humanos, sino como problema social o económico que tendrá que atenderse algún día, pero que no amerita la condena de algún organismo de derechos humanos.

Asimismo, esta concepción permite, o al menos facilita, presentar a un gobierno como el de Estados Unidos, que sistemáticamente viola o promueve la violación de derechos económicos y sociales, como un defensor de los derechos humanos. Como señala Díaz Polanco: "si todos los derechos fuesen considerados en el mismo plano de importancia y como interdependientes, gobiernos que hoy se proclaman como campeones de los derechos humanos quedarían situados como los mayores violadores, pues con sus políticas han extendido la sombra de la desigualdad y la miseria sobre la mayoría de los pueblos."

De igual forma, la operación que hemos descrito convierte en algo invisible para la discusión de los derechos humanos la medida en que Cuba efectivamente respeta y promueve derechos económicos y sociales, que también son derechos humanos. Peor aún, ayuda a justificar una posible agresión del primer tipo de país (los violadores invisibles) contra el segundo tipo (los de logros invisibles), a nombre, para colmo, de los derechos humanos.

En fin, no hay que abandonar la defensa de los derechos humanos: Díaz Polanco no propone tal cosa. Pero si señala que hay diversas formas de defenderlos y que algunas corresponden al falso universalismo que hemos señalado: si no queremos contribuir a la reproducción de las jerarquías que se esconden detrás de ese pretendido universalismo no podemos asumir sus categorías acrítica o ingenuamente.

La visión integral: una respuesta al universalismo liberal

La clave está entonces en insistir que "los derechos humanos son integrales", en rechazar, en fin, la postergación de los derechos económicos, sociales o culturales ante los derechos civiles y políticos. Si hacemos esto, varias cosas ocurren inmediatamente: para empezar el capitalismo vuelve a hacerse visible en nuestro análisis como sistemático y masivo violador de los derechos humanos. De hecho, si constatamos, como es necesario reconocer, que el desempleo, el subdesarrollo, la precariedad, la miseria son aspectos inescapables del capitalismo, tenemos que concluir que una defensa consistente de los derechos humanos, vistos integralmente, no es compatible con una defensa del capitalismo: tan sólo es compatible con una posición radicalmente anticapitalista.

La Declaración Universal de Derechos Humanos es un documento magnífico y también es un llamado a superar el capitalismo: buena parte de los derechos que allí se proclaman son simple y sencillamente incompatibles con los límites de dicho sistema económico. Y por lo mismo, desde esta perspectiva Estados Unidos y Europa Occidental quedan retratados como sistemáticos violadores de los derechos humanos. Y sí Cuba ha hecho grandes avances en garantizar derechos económicos y sociales, que también son derechos humanos, ello se debe precisamente a que allí se abolió el capitalismo y con ello algunos de los límites que ese sistema impone a toda política que ponga el bienestar de todos por encima de los privilegios de unos pocos. (Digo "algunos límites" pues la revolución cubana no puede abolir los límites que le imponen las estructuras del capitalismo mundial, para no hablar de la constante agresión imperialista).

Díaz Polanco no evade, por otro lado, la pregunta que se cae de la mata: ¿será correcto, sin embargo, afirmar que en Cuba no se respetan o se limitan o violan los derechos humanos civiles y políticos? Sobre esto hace varios señalamientos, a mi modo de ver, correctos. En primer lugar indica que "Nadie ha podido fundar expedientes de desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, torturas, represiones policíacas, y otras violaciones por el estilo, contra ciudadanos cubanos. Esto puede decirse de muy pocos países en el mundo; desde luego, no puede afirmarse de los Estados Unidos, cuyo gobierno es un contumaz ejecutor o promotor de todas las violaciones imaginables." Díaz Polanco concluye que "la cuestión entonces se restringe a ciertos derechos civiles y políticos que tienen que ver con la libertad de expresión y prensa, participación política, etc." y sobre esto advierte que "la sociedad cubana se ha dado formas de expresión, participación, etc., adaptadas a su realidad y circunstancia."

Reconoce, sin embargo, que el sistema político cubano puede y debe ser sometido a un examen crítico y concede de antemano que ciertamente no es perfecto: admite, por tanto, propuestas que puedan mejorarlo. Según él: "El debate es en torno a si esas formas y los procedimientos conexos son adecuados o no. Y es un debate válido, pues es absurdo pretender que la sociedad cubana alcanzó el punto culminante y que no es perfectible; o que no deba discutirse sobre ello."

Pero a la vez que reconoce este debate como legítimo, Díaz Polanco, también fija los términos en que debe llevarse a cabo, o más bien, los términos en que no debe llevarse a cabo, para que se trate efectivamente de un debate y no de un juego arreglado: no puede partirse de la premisa de que la única encarnación adecuada de los derechos democráticos se encuentra en el modelo democrático occidental (como hacen algunos críticos), lo cual ya nos obligaría a descartar las formas políticas existentes en Cuba, que ciertamente se alejan de aquel modelo. "Pero ese debate", señala Díaz Polanco, "no puede realizarse provechosamente a partir de supuestos principios universales que han definido de antemano las únicas formas legítimas y que, por ejemplo, repudian por principio cualquier modalidad de democracia participativa, etc." En fin: el debate crítico sobre este aspecto es legítimo, pero no a partir de ese falso universalismo en el que, como jugadores con dados cargados, las metrópolis imperiales siempre salen ganando.

Una respuesta correcta, pero insuficiente

Pero aquí me parece que damos con una pregunta que el texto de Díaz Polanco no aborda y que, sin embargo, me parece esencial: si descartamos, como debemos descartar, los criterios liberales como adecuados para evaluar el sistema político cubano, ¿qué criterios debemos poner en su lugar? Si descartamos la idea de los derechos humanos como atemporales, eternos, ahistóricos, ¿qué noción concreta, históricamente específica de los derechos humanos debemos asumir? En cuanto a esto, el texto de Díaz Polanco se refiere a la realidad y circunstancia de Cuba y a la aspiración a la justicia, que, a diferencia de las abstracciones liberales, o de la concepción occidental de la democracia, sí sería válido considerar un valor universal. Pero esto, aunque correcto, me parece insuficiente. No hay duda de que en todo momento hay que tomar en cuenta las condiciones concretas en que se mueve el proyecto cubano (empezando por la agresión imperialista), pero cuando se salta del rechazo de las abstracciones liberales a las particularidades de la situación cubana sin otro asidero que una aspiración general a la justicia me parece que se obvia uno de los aspectos distintivos de la perspectiva socialista: el hecho de que nuestra crítica de las abstracciones del liberalismo, de que nuestra aspiración a la justicia tiene, en Cuba y en todas partes, un fundamento de clase concreto -los asalariados y asalariadas y demás sectores desposeídos y sus aliados (campesinos pobres, algunos sectores medios, profesionales e intelectuales)- y que de ello se derivan no pocas consecuencias sobre el tipo de democracia a que aspiramos, es decir, sobre los "derechos civiles y políticos que tienen que ver con la libertad de expresión y prensa, participación política."

Así, la revolución socialista pretende convertir la política de prerrogativa de unos pocos, de monopolio de una casta de políticos profesionales, en proceso participativo al alcance de todos: en la transición al socialismo, la clase obrera y los desposeídos, que tendrán que reprimir todo intento de contrarrevolución armada (incluyendo externa), deberán transformarse, por vía de la actividad e iniciativa propias, es decir, transformarse a sí mismos, de esclavos sometidos a la disciplina impuesta por el capital y el Estado y de ciudadanos atomizados por el mercado, en administradores concientes del país, en co-gobernantes activos de la comunidad que componen. (Es la idea central de uno de los clásicos del pensamiento marxista: Estado y revolución de Lenin.) En fin, si la concepción dominante de los derechos humanos y de la democracia corresponde, como bien demuestra Díaz Polanco, a los intereses particulares de la reproducción del dominio burgués e imperial, la nuestra debe corresponder a las exigencias de la transformación de los desposeídos, de las mayorías explotadas, en clase gobernante. Es desde ese punto de vista de clase, si se me permite usar un lenguaje que algunos quizás considerarán pasado de moda, es partir de las necesidades de los asalariados y asalariadas (y demás desposeídos) en la lucha por auto-emanciparse, que criticamos el liberalismo burgués y que también podemos y debemos examinar críticamente las estructuras políticas cubanas (o de cualquier otro Estado revolucionario o post-capitalista). Lo cual, claro está, siempre tendremos que combinar con una consideración de la particular historia y características de Cuba y de su clase obrera y de las condiciones extraordinariamente difíciles en que ha tenido que desplegarse el proceso cubano.

"La emancipación de los trabajadores, tendrá que ser obra de..."

¿Qué condiciones concretas son necesarias, entonces, para que la clase obrera se convierta en clase gobernante o al menos empiece a autodeterminarse, proceso que, por supuesto, no siempre se inicia o desarrolla en las condiciones más favorables? En primer lugar, como ya indiqué, la abolición de la propiedad privada de los grandes medios de producción y su transformación en propiedad pública. Sin esto, todas las decisiones económicas fundamentales que afectan a la comunidad seguirán en manos de una minoría, sometida a su vez a los imperativos de la acumulación capitalista. La expropiación del gran capital abre la puerta, al contrario, a la realización de los derechos humanos sociales y económicos que hemos mencionado anteriormente: la garantía de las condiciones materiales para una vida digna a todo ser humano (alimentación, cuidado en la niñez y la vejez, vivienda, vestido, salud, educación, ingreso, tiempo libre, etc.). Decimos que la expropiación del capital abre la puerta a estas conquistas, pues ciertamente no es suficiente para alcanzarlas, sobre todo en la medida que hablamos de un país o de un número limitado de países, máxime si se trata de países relativamente poco desarrollados si se les compara con los centros del capitalismo mundial: así, los grandes avances de Cuba, que han sido posibles gracias a la abolición del capitalismo, no han dejado de chocar con el límite que implica la presión que ejerce el hostil entorno capitalista sobre toda economía subdesarrollada (algo que se acentuó, claro está, a partir del colapso del antiguo campo soviético).

No basta, sin embargo, con la estatización de los grandes medios de producción y la creación de una economía planificada para abrir paso a una creciente auto-determinación de los productores: tales estructuras desgraciadamente también son compatibles, como hemos podido comprobar trágicamente durante el siglo XX, con la dominación burocrática (más o menos represiva, según el caso) sobre los productores. Para que su participación e incorporación como agentes activos a la vida política y social se haga realidad, los trabajadores también necesitan, como trabajadores y como ciudadanos del estado revolucionario, el derecho a debatir, a evaluar, a comparar, a sopesar, a criticar diversas propuestas y posiciones sobre los diversos temas que enfrentan, desde los más inmediatos a los más generales. Y, ¿acaso puede hacerse esto si no se goza del derecho efectivo a promover públicamente determinadas posiciones, a circular abiertamente diversos documentos, a expresarse en pro o en contra de ciertas actitudes, a reunirse, a organizarse en asociaciones o comités para impulsar determinadas iniciativas? Y si no es posible que una asamblea de 1000 o 10,000 personas debata y delibere sobre 100 o 500 problemas, ¿cómo pueden hacerse viables tales debates, tales procesos deliberativos y participativos, si no es reconociendo el derecho a que se presenten y circulen, al momento de elegir delegados a diversas instancias, no sólo propuestas individuales contrapuestas, sino conjuntos de propuestas coherentes o estructuradas, es decir, programas contrapuestos?2

En cuanto a esto, vale la pena recordar que bajo el capitalismo (el liberal al menos) los trabajadores y también otros sectores oprimidos ya tienen (o, más bien, han conquistado) el derecho legal a crear grupos, por ejemplo, contra un plan de desarrollo nuclear o por un cambio en legislación laboral o contra la pena de muerte, o para denunciar cierto tipo de discriminación (racial, de género, preferencia sexual, etc.) o sobre cualquier otro tema que les afecte o preocupe. Y allí donde no tienen tal derecho (bajo gobiernos autoritarios o militares), conquistarlo ha sido una de las prioridades de los trabajadores (y los estudiantes y otros sectores) según se movilizan para la defensa de sus intereses. Bajo el capitalismo, incluso el más liberal y democrático, este derecho legal está horriblemente mutilado y limitado: por la desigualdad y las limitaciones económicas, por el monopolio patronal de los grandes medios de difusión masiva, por la falta de verdadero control sobre los oficiales electos y la burocracia estatal, por las prerrogativas que la propiedad privada de los grandes medios de producción concede al gran capital, por el agobio y la falta de tiempo libre que caracteriza la vida del asalariado promedio (y del ama de casa) y, de ser necesario, por la represión a que se recurre cuando la actividad política legal desborda los límites que el sistema está dispuesto a tolerar. La expropiación del gran capital, la transformación de sus recursos productivos en propiedad pública, la eliminación de su control de los medios de difusión, remueve esas barreras y limitaciones a una verdadera democracia: potencia cualquier derecho democrático que ya se hubiese conquistado antes de la expropiación de la burguesía. No tiene sentido entonces que tales cambios económicos liberadores se combinen con una limitación legal o política (fuera de situaciones extremas que veremos más abajo) del derecho de los trabajadores a organizarse y expresar públicamente sus diversas posiciones y perspectivas, derecho que, en al menos algunos países, ya habían conquistado bajo el capitalismo y por el cual han luchado bajo dictaduras y regímenes autoritarios de todo tipo. Tal evolución implicaría un retroceso en lugar de una superación de la democracia liberal, retroceso tanto más absurdo en la medida que la expropiación de la burguesía, la abolición de su monopolio mediático y el desmantelamiento de su policía y ejército crean las condiciones para que esos derechos, hasta entonces mutilados, limitados y vigilados, adquieran un contenido más denso y un alcance y efectividad mucho mayores.

¿Y la organización revolucionaria? ¿Y la contrarrevolución?

No somos espontaneistas. No creemos que la clase obrera, la clase de los desposeídos, obligados a trabajar por un salario, descubre espontánea o siquiera fácilmente lo que mejor conviene a sus intereses. Sabemos que no son pocos los sectores de la clase obrera que (en determinado momento) pueden dominar ideas que consideramos reaccionarias, conservadoras, incluso burguesas. La clase trabajadora es heterogénea. Por eso favorecemos la organización de partidos revolucionarios, partidos que con sus ideas y su práctica intenten promover los intereses generales y a más largo plazo de la clase obrera y de todos los oprimidos, empezando por la idea del socialismo y de la revolución socialista y del derecho de la revolución socialista a defenderse. Pero esos partidos, si se trata de verdaderas vanguardias políticas, tienen que ganarse el apoyo de un sector cada vez más grande de la clase obrera, no imponerlo administrativamente por vía de un monopolio institucional. Esto no quita que se luche por la mayor unidad orgánica de los socialistas, pero el partido no es un fin en sí mismo: es un medio para la auto-emancipación de los trabajadores y para ello, a la vez que propone sus ideas, debe promover la creación de organismos de lucha y eventualmente de gobierno obrero y popular en que han de actuar las diversas corrientes que puedan existir o surgir entre los trabajadores.

Claro está: cuando se habla del derecho a las más diversas iniciativas, no se está hablando del derecho a espiar, a colaborar con servicios de inteligencia imperialistas, realizar atentados contra funcionarios o instalaciones, etc. Todo eso puede y debe estar prohibido y las violaciones a esas leyes deben ser castigadas por los tribunales. Ninguna revolución, en un mundo hostil, puede sobrevivir sin tales medidas. De igual forma, todo sindicato tiene derecho a reprimir (violentamente, de ser necesario) a quien pretende romper una huelga, o privar de sus derechos por algún tiempo a quien violó el reglamento, o excluir de una asamblea a quien se ha demostrado es un agente pagado o un espía al servicio del patrono. Pero ello no justifica limitar el derecho de los militantes a expresarse, a organizarse en tendencias o corrientes, a circular sus programas, a que éstos se debatan abiertamente, a que se presenten listas alternas para la elección de delegados y cuerpos directivos. Y todo sindicalista democrático y militante defiende esta perspectiva aún cuando reconoce que en ocasiones el patrono puede aprovecharse de los debates internos o puede apoyar candidatos y posiciones que le favorecen. Pero la respuesta a esto no puede ser el control administrativo que liquide la vida interna del sindicato, sino la lucha por derrotar políticamente las posiciones opuestas. Y esto sin duda será más fácil cuando ya no se trate de un sindicato, sino de un Estado obrero en que los trabajadores, con un grado mucho mayor de participación en todas las esferas de la actividad social y la auto-confianza que de ello surge, tendrán mucha más facilidad de neutralizar cualquier manipulación del enemigo.

El resultado de la opción autoritaria y burocrática, por otro lado, está a la vista: baste recordar el destino del antiguo "campo socialista", donde la expropiación política (y la subsiguiente pasividad, atomización y desmoralización) de la clase obrera bajo diversos regímenes burocráticos creó las condiciones para la restauración del capitalismo, algo que una clase obrera activa y conciente jamás hubiese tolerado.3 Y si algo prestigió la crítica liberal burguesa de aquellos regímenes fue la ausencia de derechos democráticos elementales bajo gobiernos que se proclamaron socialistas. En términos más generales: no es posible combatir las abstracciones liberales, cuya influencia justificadamente preocupa a Díaz Polanco, sino no somos capaces de oponerle una clara noción de las libertades y derechos, no sólo económicos y sociales, sino también políticos y civiles, que mejor corresponden a nuestro proyecto anti-capitalista, y al proyecto, más allá del derrocamiento del capitalismo, de transformar un sistema regido por las leyes del mercado y la dinámica de la acumulación capitalista en una economía regulada concientemente por la comunidad misma, de acuerdo a sus necesidades. "La crítica", señala Díaz Polanco al subrayar la necesidad de criticar el liberalismo, "debería enfocar sus baterías hacia un orden sustentado en la impostura, en el que unas 'libertades' se oponen a la justicia y modelan un planeta atestado de menesterosos y desesperados: la inmensa multitud de los 'condenados de la tierra'." Esto es absolutamente cierto, pero insuficiente. Hay que ir más allá. También hay que preguntarse qué tipo, qué régimen de libertades se necesita para que la inmensa multitud empiece a gobernarse a sí misma.

Completando la respuesta socialista al liberalismo

En fin, si bien no "puede sostenerse reflexivamente", como bien señala Díaz Polanco, "que las únicas formas válidas y 'universales' de ejercer ... derechos 'civiles y políticos' son las dictadas por los países ricos y sus pensadores", ello no implica (como sí parece sugerir el texto de Díaz Polanco) que no exista parámetro general alguno -más allá de la justicia como valor universal- sobre como deben concebirse tales derechos desde la perspectiva de la auto-emancipación de los trabajadores y desposeídos. En ese sentido, nos parece que, ante el universalismo liberal, no sólo es posible sino necesario, y hasta imperativo, formular otro universalismo, aquel que corresponde, no a las abstracciones liberales de Locke, Kant, Berlin o Rawls, no a una mera aspiración universal a la justicia (que compartimos), sino, más específicamente, a las condiciones estructurales que definen la situación de la clase obrera. Digámoslo en pocas palabras. Si con el planteamiento de Díaz Polanco que citamos al inicio de este párrafo se quiere decir que pueden existir otras estructuras políticas democráticas distintas a las del parlamentarismo occidental y la institucionalidad liberal-burguesa, estamos enteramente de acuerdo: la democracia participativa, obrera y popular a que aspiramos, no sólo puede, sino que debe generar una institucionalidad y formas estatales radicalmente distintas a las mencionadas. Pero si con la afirmación citada se sugiere o implica que esa institucionalidad (fuera de ciertas situaciones) puede incluir o no los derechos de expresión, prensa, reunión, etc., como comúnmente se entienden, entonces diferimos: no se puede limitar esos derechos sin limitar la posibilidad de que los trabajadores puedan gobernarse a sí mismos. Se trata de un aspecto esencial, universal, si se quiere, de la democracia socialista, aunque ciertas circunstancias puedan implicar excepciones. Tal perspectiva, tal reivindicación de los derechos que ya señalamos, y el tipo de marco legal e institucional que conllevan, en modo alguno implica una separación arbitraria de los derechos sociales y los políticos. Tampoco se pretende hija de la razón abstracta o de valores eternos, por encima de intereses de clase o históricamente concretos. Al contrario, parte de una concepción integral de los derechos humanos y se reconoce como producto histórico que corresponde a cierto proyecto social concreto: el de la clase obrera en su lucha por la auto-emancipación. Y esa perspectiva implica, no sólo una radical crítica de la concepción liberal burguesa de la democracia, sino una concepción alterna de la democracia, que si bien tendrá que ajustarse a la condición y circunstancia de cada país y coyuntura (volveremos sobre esto inmediatamente), no deja de ser relevante para todo aquel que se plantea un proyecto emancipador a partir de la condición proletaria. No estamos, repito, ante modelos "occidentales" o liberales que, como bien señala Díaz Polanco, sería arbitrario introducir como norma en nuestra discusión del sistema político cubano o cualquier otro: se trata de nociones que corresponden a toda perspectiva de auto-emancipación obrera, y que, por tanto, sí son pertinentes al debatir las estructuras políticas cubanas.

Cuba: navegando por el difícil mar entre lo necesario y lo posible

En cuanto a lo último, basta mirar el sistema y la vida política cubana para ver la diferencia entre Cuba y lo que por décadas existió en Europa del Este y la antigua URSS o lo que existe en China y Corea. Pero el sistema cubano también carece de muchas características de la democracia obrera y socialista que señalamos anteriormente. Hay que preguntarse, sin embargo, si esa distancia puede justificarse a partir de las difíciles circunstancias en que ha tenido que sobrevivir la revolución cubana. Me parece que en grado considerable hay que contestar esta pregunta en la afirmativa. Cuba se enfrenta al más poderoso imperio que jamás haya existido: se trata del enfrentamiento de un país pequeño, pobre y alejado de Estados aliados (cuando los tuvo), con el imperio que preside sobre la más grande y una de las más productivas economías del mundo. La diferencia en recursos es sencillamente abrumadora. La capacidad de intervención, de reclutamiento, de soborno, de chantaje de tal enemigo es en realidad extraordinaria. Que Cuba haya sobrevivido hasta el presente es muestra, más allá de cualquier crítica que podamos tener, de las profundas raíces sociales de la revolución.

Permítaseme recordar la experiencia de Nicaragua. El sandinismo, como se sabe, intentó una revolución respetando los derechos de la oposición "pacífica": tanto los respetó que estuvo dispuesto a entregar el poder una vez que perdió las elecciones. ¿Pero acaso fue aquella una oposición "pacífica"? Recuérdese el contexto: durante una década el gobierno de Estados Unidos financió una guerra devastadora contra Nicaragua con consecuencias terribles para la vida de cada unos de los habitantes de dicho país. El mensaje era claro: o votan por la oposición o la guerra sigue. Los sandinistas, optaron por someterse a la prueba de unas elecciones tradicionales en tales condiciones y no los culpo, había buenas razones para ello, pero también me hubiese parecido legítima la otra opción: señalar que en tales condiciones de masivo chantaje y agresión imperial la supervivencia de la revolución exigía posponer las elecciones o enmendar sus reglas o, lo cual abre otro debate, realizar otro tipo de elecciones para instituciones menos parecidas a las del parlamentarismo burgués tradicional. Los compañeros de Andalucía Libre lo han señalado correctamente: "Es cierto que una Revolución sana no tiene que temer que en su seno haya algunos que quieran volver al pasado (sea social o estatal) y que frente a las opiniones la mejor defensa radica en otras opiniones contrapuestas debidamente difundidas, pero para que ello sea así han de asegurarse unas reglas de equidad, que implican asumir que en esa disputa no se admita que una parte ponga de su lado el inmenso respaldo de los medios económicos y amenazas militares del exterior (como bien mostró en negativo Nicaragua)."

El punto es que en tales condiciones, y las de Cuba, sin ser idénticas, son parecidas, sería absurdo aspirar a una democracia socialista modelo. Pero en ese caso, no deja de ser importante señalar, para evitar que la excepción se convierta en norma, que la necesidad se convierta en virtud, que la adaptación se convierta en doctrina, que la amarga necesidad se convierta en modelo, para evitar esto, repito, hay que señalar que se trata, no de un modelo superior de democracia, sino de terribles limitaciones, limitaciones impuestas por el enemigo, limitaciones a la democracia socialista a que aspiramos, limitaciones que aspiramos a eliminar en el futuro y que tienen efectos negativos, que entrañan graves peligros, aún cuando, en determinados contextos, puedan ser el mal menor. Y la vigilancia ante estos efectos negativos debe ser constante. Y como entre los socialistas sin duda habrá divergencias de opinión al respecto, hay que admitir igualmente que el debate sobre estos temas es consustancial con la vida misma de la revolución.

Los debates recientes

Por todo esto, nuestro señalamiento en los debates en curso ha sido bastante modesto, aunque algunos lo consideren demasiado crítico. En primer lugar, señalamos que autores como Galeano no se equivocan al indicar los peligros inherentes al gobierno de partido único y el peligro de burocratización que acecha a los procesos revolucionarios. Descontar este problema y peligro implica olvidar una de las grandes lecciones de las complejas luchas sociales del siglo XX: las revoluciones anticapitalistas enfrentan, no uno, sino dos grandes peligros: el de la restauración capitalista y la agresión imperialista y el de la fosilización burocrática. También he señalado que en Cuba, a pesar de su régimen de partido único, existen elementos nada despreciables de participación y consulta a la población sobre las orientaciones generales del Estado y la economía. A la vez que se mantiene un amplio apoyo popular al proyecto revolucionario y su liderato. Estoy convencido de que el liderato y la mayor parte de los integrantes del PCC no son burócratas, sino revolucionarios sinceros comprometidos con el socialismo. Pero también pienso que la vida pública y política cubana es demasiado uniforme y que algunas limitaciones a la iniciativa ciudadana no se justifican. No veo por qué toda iniciativa fuera del PCC o de las organizaciones de masa reconocidas se ve con sospecha casi automática (no niego que la desconfianza en ciertos casos sea necesaria), por qué la prensa no se abre a posiciones contrapuestas sobre diversos temas, por qué los candidatos al poder popular no pueden agruparse en corrientes que defiendan determinadas orientaciones ante diversos cuestiones. Es lógico que sobre la aplicación de la pena de muerte o sobre la energía nuclear y sobre muchos otros temas existan diversos puntos de vista. En la prensa cubana, sin embargo, tan sólo puede leerse uno: el que explica y justifica la línea acordada por el gobierno y el partido cubanos. Se da el caso, un tanto absurdo, como también señalan los compañeros de Andalucía Libre, a la vez que reiteran su apasionado apoyo a la revolución, de que los periódicos cubanos publiquen las respuestas de diversos autores a Galeano, sin que también se haya publicado el texto al cual responden.4 No dudo que el gobierno cubano tiene derecho a limitar posibles contactos con (y evidentemente el recibo de ayuda financiera o material de) cualquier agencia del gobierno norteamericano y que actividades vinculadas a éstas pueden disfrazarse como iniciativas independientes. Esto es algo que exige vigilancia. Pero esto no quiere decir que todas las iniciativas que no haya comenzado el partido o las organizaciones de masas reconocidas sean contrarrevolucionarias o que la revolución no pueda abrirles más espacio. En fin, incluso en el contexto del bloqueo y la agresión y sin exigir lo deseable pero imposible, me parece que existen opciones que se están desaprovechando y que contribuirían al fortalecimiento de la revolución.

En conclusión: insisto que estoy plenamente de acuerdo con Díaz Polanco cuando señala que "una evaluación equilibrada" de la situación cubana tiene que "tomar en cuenta la situación a que ha sido orillado el país, a la defensiva frente a un asedio y una agresión constantes". Y también estoy de acuerdo cuando indica que "en esas condiciones, el ejercicio de tales derechos civiles y políticos" en Cuba puede incluir "previsiones para evitar que los propósitos declarados de los Estados Unidos de destruir el sistema cubano mismo se cumplan". Medidas de este tipo pueden ser legítimas: hay que verlas y examinarlas críticamente, sin dogmatismos. Pero me preocupa que, para defender a Cuba de las críticas liberales o al explicar su situación concreta, se asimilen aspectos esenciales de la democracia socialista al liberalismo y se pierda de vista el horizonte indispensable para la crítica solidaria de la revolución, que implica apoyarse, no sólo en circunstancias nacionales o locales, o en una aspiración general a la justicia, sino también en las dinámicas y exigencias universales de los trabajadores y trabajadoras, y de otros sectores oprimidos, en la lucha por su auto-determinación. En todo caso, es un debate al cual no hay que huirle, como pretenden hacer no pocos defensores de Cuba en el extranjero (a diferencia del interesante texto de Díaz Polanco). Y no hay que huirle, tanto por lo que puede implicar para Cuba, como por lo que implica sobre como concebimos el proyecto socialista globalmente y en cada uno de nuestros países.

 

Notas

1. He tratado el tema en dos artículos anteriores: "Apuntes sobre Cuba y la democracia socialista" y "Cuba en debate: respuesta a James Petras" ambos circulados en internet por Correo de Prensa Internacional de la IV Internacional: Boletín Electrónico para América Latina y el Caribe. Suscripciones: germain@chasque.net Ambos pueden consultarse en www.bandera.org.

2. Para una discusión a fondo ver: "Democracia Socialista y dictadura del proletariado", Resolución del Congreso Mundial de la Cuarta Internacional de 1979.

3. Hay que recordar que la burocratización no se da de golpe, ni se anuncia como tal y que, peor aún, según avanza genera condiciones que parecen justificarla: en la medida que el monopolio político genera pasividad y desánimo entre los trabajadores se toman dichas inclinaciones como muestra de la necesidad del control político de una vanguardia consciente. Este es el núcleo de todos los intentos de defender los intereses de la burocracia a nombre del socialismo. La única salida a tal situación está en la repolitización de los trabajadores por vía de una ampliación de sus posibilidades de iniciativa e intervención democrática activa. Detectar el problema a tiempo no es fácil. Casi todos los líderes del antiguo Partido Bolchevique acabaron por entenderlo, pero en diversos momentos y en muchos casos tardíamente, cuando el proceso era ya muy difícil de detener. Confiamos que en Cuba no ocurrirá lo mismo, siempre cuando no se olviden las dolorosas experiencias del pasado. Sobre este tema ver Ernest Mandel, Power and Money, Verso, London, 1992.

4. Interesante y acreedora de reflexión me parece este señalamiento del mismo documento: "Siguiendo esta ultima vía, parece claro, que hay que desterrar la uniformidad discursiva de las publicaciones cubanas. No pueden ser fotocopias intercambiables. En condiciones de monopartidismo, es negativo que el PCC mantenga en sus estatutos artículos como el 8.e. que prohibe a sus militantes la crítica pública o el 18 que, con la sabida y vieja excusa de la unidad y el monolitismo, hace inviables la formación reconocida de tendencias y remite los debates reales inevitablemente a los pasillos, subterráneos o cenáculos, dejando para la organización el comentario o la ovación plebiscitaria. De igual modo resulta que estas prácticas y normas o similares se extiendan a las organizaciones sociales. La Ley electoral cubana tendría que ser profundamente modificada, permitiendo no sólo que pudieran postularse y presentarse varios candidatos por puesto de Diputado y circunscripción sino que también justificaran su presentación no sólo por su foto y biografía, sino también por sus opiniones. Eso no es partitocracia sino contraposición de propuestas y reconocimiento y representación del pluralismo revolucionario y social. Los beneficios que de todo ello pudiera extraer la gusanera (aprovechar demagógicamente una critica honesta; colar incluso algún diputado...) serían sobradamente compensados por la politización social que conllevarían estas modificaciones, sirviendo además para facilitar la detección de incompetencias, corrupciones o privilegios."

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