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Desaparición forzada y torturaEduardo Antonio Salerno* La sola enunciación de la temática asusta por su amplitud. Decimos esto porque desde la perspectiva del derecho es imposible responder a todos los interrogantes que la cuestión plantea. Sin embargo, intentaremos dejar algunos aportes obviamente en las áreas donde creemos posible hacerlo. Ambas cosas, la desaparición forzada de personas, y la tortura son esencialmente conductas humanas. Conductas de la peor condición humana si se quiere, pero actos con protagonistas excluyentemente humanos. Desde que el hombre habita la tierra, se han dado y lamentablemente presumo, se reiterarán. Pero a nosotros nos interesa el enfoque sociopolítico del tema para poner distancia con la primera consideración que naturalmente podríamos hacer de ambas, como expresión psicopática. Nos interesa la Desaparición forzada y la Tortura como fenómeno social difundido y reiterado, como instrumentos de realización de políticas que van más allá de la individualidad de víctima y victimarios. Nos interesa el fenómeno cuando expresa decisiones corporativas de sujetos que han escogido la desa-parición forzada y la tortura como prácticas efectivas capaces de garantizar proyectos de contenido complejo como puede ser el control social, la eliminación del oponente político, o el establecimiento entre las estructuras del Estado y la base social, de una auténtica relación dialéctica de terror. Cuando trasladamos nuestro análisis en el espacio y en el tiempo, y nos ubicamos en Centro y Sur América, a partir de finales de los años 50 del siglo pasado, vemos que una y otra han sido las formas más comunes en las que se ha expresado el terrorismo de Estado, sin que esto no signifique saber que una y otra se han practicado también desde estructuras no estatales. Hablamos de Tortura y de Desaparición como políticas de Estado con efectos modificatorios de las realidades en todos los campos posibles, el político, el económico, el legal y, sobre todo, en el social, en donde deja secuelas imposibles de justipreciar en su lacerante magnitud. El juego caótico de estos elementos, decisiones políticas, sociedad, necesidad de control social, comportamiento de los agentes del Estado, y la síntesis resultante, poblaciones inmensas torturadas o desaparecidas, tiene origen antiquísimo y sirven a nuestro análisis como antecedentes. Uno de los más conocidos y útil es el de la Inquisición. Alguien podría cuestionar el nivel de similitudes entre aquello y la experiencia contemporánea argumentando con razón que en esa época no existían los Estados tal cual hoy los conocemos. Pero no por eso se invalida el intento, mucho más si en la ecuación sustituimos el Estado por el concepto de Poder porque en definitiva el Estado actual, tal como fue dibujado a fines del siglo XVIII, partía de esa idea. Fue diseñado con otros propósitos, en y para épocas donde la transnacionalización del dinero y de las economías no habían aparecido y, consecuentemente, tampoco se había desdibujado tanto el papel del Estado como en la actualidad. Veamos entonces las similitudes de "aquello y de esto". ¿Contra qué se armaron los aparatos que practicaron la tortura y la desaparición forzada? Tomemos dentro del fenómeno general, lo referente a la "corporización" del enemigo a combatir y eliminar. En 1216, el Papa Gregorio IX envía a Francia a cientos de inquisidores dominicos contra el enemigo en cierne, la herejía, que apunta al corazón mismo de la iglesia romana. Esta cruzada entonces, se inicia con el propósito de combatir la herejía. Claro, los herejes de la época eran los valdenses, los seguidores de Pierre Valdo, llamados "Pobres de Lyon o pobres de Cristo" y también los "cataros" religiosos que predicaban el ascetismo, la igualdad social y, nada más ni nada menos, que la abolición de la propiedad privada, toda una bomba para aquella y para esta época. Ambas congregaciones son diezmadas, y sobreviven algunos valdenses luego asimilados por el protestantismo. Para decirlo en pocas palabras, la lógica justificatoria de la represión se puede resumir así: "si hay que destruir la herejía, hay que destruir al hereje". Pero no siempre fue necesario destruir al hereje. La dinámica social impuso nuevas necesidades y, supuestamente eliminado el hereje, apareció como motivación renovada la necesidad de combatir la hechicería. Estamos en el siglo XIV que de alguna forma es el punto máximo de actividad de la Inquisición y donde aparecen ya algunas expresiones de contaminación de los propósitos meramente religiosos (por lo menos así eran invocados) que parecen haber informado a la primera etapa. Todo se torna más oscuro, y los intereses políticos se hacen mucho más evidentes. Sucede que las arcas de Francia están exhaustas. Felipe el Hermoso envidia a los Templarios y, luego de acusarlos de hechicería, comienza la sistemática destrucción y la confiscación de sus bienes bajo la acusación de hechicería. La ejecución de Juana de Arco, es producto del temor de los señores feudales por el poder que había adquirido. Se la cuestiona por aquella voz que dice escuchar y que según su "ingenua explicación", es la voz de Dios. Cuando decimos "ingenua" no lo decimos cuestionando la creencia de Juana. La ingenuidad consiste en que les dio a los inquisidores elementos de cargo que estos manejaron casi en niveles de confesión. En aquellos tiempos una de las peores cosas que se podía ser era un "iluminado", es decir, alguien que afirmara haber escuchado directamente la palabra de Dios. Recordemos el caso de San Juan de Dios, el mayor poeta místico de habla castellana encarcelado en Avila, España, porque en una de sus más bellas obras, "La Oscura Noche del Alma", afirma haber entablado una comunicación directa con Dios. Para la Inquisición ese vínculo era imposible y, por lo tanto, el producto del mismo "si no es verdad es mentira"; al "ser mentira es premonición" y "al ser premonición, es brujería". Aquí la lógica acusatoria cambia. Se afirma que los actos externos de comunicación por el que se cuestionaba a los acusados, evidenciaban un contrato de este con el Diablo y la idea era romper ese contrato, ya que se sostenía que "el diablo no da nada a cambio de nada". Por eso la conducta del hereje evidenciaba su interés de tener poder y riqueza; y, para llegar a tener riqueza y poder, debía renunciar a Dios, y rendirle homenaje al diablo. Es decir "romper el contrato del bautismo". Este marco conceptual acusatorio que toma la Inquisición, en aquellos días donde la tortura era normal, es la que informa la caza de brujas en América del Norte durante los siglos XVII y XVIII. Las brujas de Salen es una buena referencia. Pero en España aparece una realidad social diferente, en el siglo XV, en el esplendor del poder de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Es la época de los judíos expulsados, y de los judíos conversos. El problema de fondo era la fuerte posición económica de algunos y el hecho de que, integrados al sistema y a las estructuras de gobierno, muchos de ellos despiertan envidias y resentimientos por lo que era necesaria una Inquisición diferente, igualmente cruel y torturadora, pero diversa en cuando al argumento oficial acusatorio que ahora era la reconfirmación de que los herejes habían dejado realmente de ser herejes y que su conversión era auténtica. En estos términos el nivel de prejuicio era inmenso y, por lo tanto, cualquier acusado era muy vulnerable. Aquellas cuestiones eminentemente culturales, como el recato del Sabat o la no ingestión de porcinos, tenía peso suficiente como elemento de acusación. En esos días se acuña un pensamiento que hoy aparece hasta grotesco, pero que entonces era terrible: " no come cerdo porque cerdo es". Es una Inquisición diferente a las anteriores pero igualmente terrible, aunque la presencia del Papa era inclusive limitada ya que sólo nombraba un miembro del tribunal que a su vez requería la aprobación del Rey. Es la inquisición que impone Fernando de Aragón, un gran intrigante que, una vez vencido y expulsado el intruso musulmán, lo sigue manteniendo "vivo" para tener el pretexto de una política de mano de hierro que barre esencialmente con sus oponentes, sean estos herejes o no y le permite colocar un cerco de hierro y sangre a los nativos de América a quienes impone, sobre pretextos religiosos, el nuevo orden de aquellos días: el trabajo esclavo en tareas de extracción, la centralización de las cuestiones comerciales y, sobre todo, ningún margen para cualquier intento de autogestión. Inclusive por estas razones, se llega más adelante a expulsar a los jesuitas de América. En síntesis: colonialismo puro y auténtico. Es la inquisición sufrida en América, con ese contenido y objetivos. Pero no nos vayamos de nuestra América. Hagamos el esfuerzo de trasladarnos a nuestro tiempo. La tortura y la desaparición forzada, se practicaron dentro de un marco que semeja pantrográficamente los propósitos de la Inquisición en estas tres expresiones que hemos dado. La herejía consistía en adherir a ideologías políticas que desde el sistema imperante en América del Norte y en Europa, eran inaceptables. A veces no reparamos en algo básico, "herejía" tiene un significado simple, casi "inocente", pero no por eso menos incriminante desde lo político. Herejía significa "derecho a escoger otra cosa", simplemente eso. Por eso se era un hereje en el medioevo y se es ahora "hereje", por elegir "la otra cosa", opción que no está confinada al campo de la teoría política y que tiene expresiones en el campo de la cultura, las costumbres, las opciones de vida, las cuestiones de género, etc. etc. Y esto es así aunque la elección de "la otra cosa" no implique violentar norma alguna del ordenamiento penal vigente. De hecho, traducido a la normativa actual vigente, es simplemente el derecho a elegir, que está implícitamente reconocido en todos los textos constitucionales vigentes. En este sentido, la comparación tampoco se afecta porque en el medioevo no se levantase, como en la actualidad, el concepto del "debido proceso", que supone una normativa previa a respetar y a la que hay que sujetarse, y conocida como "principio de legalidad". Los códigos penales cumplen hoy los mismos fines de los textos religiosos que constituían entonces el "marco" del cual era imposible salir. El comunismo, ese esfuerzo de creación de un modelo político alternativo al predominante en Europa en el siglo pasado y cuyo capítulo más importante se desmoronó por implosión junto a la ex Unión Soviética, generó el nuevo hereje y a su vez le dio a los propios comunistas la posibilidad de dibujar el "otro hereje": el capitalista. Uno y otro se legitimaron entre si y la consecuencia natural fue la "licitud" de la destrucción recíproca. Y, al igual que en aquellos ejemplos del medioevo, se combatió la herejía eliminando al hereje. En toda América Latina se establecieron normas penales donde la sola adhesión al comunismo permitía ejercer la persecución penal. Un grupo de comunistas, aunque fuesen sólo grupos de reflexión o discusión política, era una "asociación ilícita". Del otro lado, no ser un "comunista" u optar por el sistema capitalista, o simplemente ser un comunista pero no estar de acuerdo con el "modelo" de construcción en una sociedad comunista, equivalía a ser perseguido por el aparato judicial o los poderes reales alternativos que fueron surgiendo en distintas sociedades como forma de no atarse a lo establecido por las legislaciones penales vigentes. La disidencia con la línea oficial comunista, generalmente de corte estalinista equivalía a prisión cuando no a destierro, situación similar a la sufrida por aquellos que cayeron en ese, felizmente pasajero, restablecimiento tardío de la Inquisición que fue el periodo del marcartismo en Estados Unidos. En este marco cualquier indicio fue sostén suficiente para incriminar y ejecutar, pisoteando códigos, constituciones, compromisos internacionales y sobre todo los conceptos básicos del derecho penal moderno. En la determinación de blancos, para usar terminología militar, funcionaron y se aplicaron criterios discriminatorios similares a los medievales. En casos como Argentina, en épocas del Proceso Militar, ser dirigente gremial, activista religioso, usar barba, o ser mujer divorciada, judía, sicóloga u hombre de pelo largo -por no hablar de aquellos casos públicamente asumidos de ideología política- permitían corporizar el "blanco", el hereje, el hechicero que debía destruirse. Finalmente, quienes no fueron eliminados físicamente, se transformaron en parias. Vedada la actividad política, vedada su inserción laboral, con pasaportes marcados, o inclusive sin marcar pero inmediatamente reconocidos gracias a los avances informáticos, los sobrevivientes semejaban a aquellos condenados por la Inquisición que debían tener en su ropa una cruz amarilla. En cuanto a la sociedad, el papel asignado en las tres expresiones inquisitoriales es similar, además de coincidente, al de las sociedades de los países donde tanto la tortura como la desaparición forzada se han aplicado sistemáticamente. La sociedad conocía el poder de aquellos que violaban todas las normativas, más aún, no se le permitía ignorar esa circunstancia. Pero a la vez se le prohibía, bajo peligro de muerte, denunciarlo. En este sentido las sociedades quedaron sometidas a un mensaje esquizofrénico cuyas consecuencias no han sido debidamente estudiadas. Se hace también necesario remarcar otro fenómeno importante como la ruptura de los lazos sociales producto de la delación, la mentira, el temor y la desconfianza, que también fueron usados como herramientas útiles para el control social. En Guatemala, eran comunes los casos donde las torturas eran realizadas frente a núcleos de población que inclusive era obligada a participar en ellas. En este caso, el objetivo perseguido no es ya la extracción de información sino algo más sofisticado: enviar un mensaje de terror en la certeza de que los sobrevivientes habrían de multiplicarlo. Los dominicos del inicio de la Inquisición, contaron con la inestimable colaboración de los clérigos locales. Ellos les informaron no sólo sobre los aspectos generales sino sobre cuestiones individuales. Este servicio fue cumplimentado en años recientes por las fuerzas de seguridad, más concretamente por los servicios de inteligencia que oficiaron de peine gigantesco de todas las ideologías. No es extraño que los operativos de control de personas se llamaran "rastrillos", o que se dijese en el idioma oficial que se "peinaban" ciertas áreas. Inclusive, cuando se garantizó la impunidad, las leyes también cobijaron a personal no militar pero tributarios de estos, es decir, a una amplia capa de particulares que actuaron coordinadamente con los servicios de inteligencia y seguridad. También Guatemala nos provee ejemplos claros sobre esto, con las Patrullas de Auto Defensa Civil, grupos que tuvieron un efectivo reconocimiento legal, a diferencia de otros lugares, donde se los protegió y garantizó impunidad, pero aceptando una vinculación funcional, nunca institucional como se asumió en Guatemala. Hay que admitir, que el Estado actual fue construido con criterio panóptico, fenómeno que no se verificaba en el medioevo donde había una clara pretensión panóptica pero no una estructura jurídico política de ejecución como es el Estado. Sin embargo esta diferencia no invalida las similitudes que venimos marcando. Uno de los paradigmas que ilustran mejor es la conocida eficacia de los Servicios de Inteligencia de la ex República Democrática alemana que se jactaban de tener los mayores índices de actualización y monitoreo de personas. Los servicios de inteligencia de América Latina fueron absolutamente funcionales a estos proyectos y su primera línea de ejecución. Desde la perspectiva del derecho penal moderno, las similitudes son también notables. Cuando el inquisidor llegaba anunciaba un periodo en el cual aquellos que sabían de algún hereje, o lo eran y se arrepentían, debían concurrir ante él. Este periodo tiene símil en las etapas que preceden a los picos represivos. Son indicativos ciertos las modificaciones legislativas o las suspensiones de las garantías constitucionales, el aplastamiento del Estado de derecho y los movimientos militares o policiales ostensivos. Luego de terminado este periodo, el inquisidor iniciaba el procesamiento de la información recogida, y ponía en marcha el Santo Oficio. Desde la perspectiva del derecho penal moderno se le quitaba a los acusados un elemento defensista básico: el conocimiento de la imputación, y la posibilidad de construir el abanico defensista, toda vez que las denuncias eran anónimas y su contenido secreto. Esta es otra similitud notable con lo acaecido en los años recientes, en donde, en violación de toda la normativa vigente, la virtualidad era motivo y fundamento no sólo de acusación sino también de una sentencia o decisión no oficial, hecha en flagrante violación de todo el orden de derecho, comenzando desde abajo por los tipos penales y siguiendo hacia arriba hasta las normas del derecho consuetudinario integradas al Derecho Internacional. Inclusive, hay algo notable: en imputación y prueba, hasta la Inquisición parece haber sido levemente menos mala que los métodos aplicados en América Latina. En efecto, al acusado se le permitía hacer una lista de sus enemigos, con el objeto de que el Inquisidor fuese capaz de determinar si la acusación era lo suficientemente cierta o motivada por egoísmos, envidias u otras miserias humanas. Luego venia el rito de la comprobación. Y aquí estamos ya en el campo de la tortura, porque dentro de un proceso o pseudo proceso la tortura es ante todo un rito de comprobación. Una vez consumado el ritual, una de sus consecuencias más lacerantes es la desaparición forzada. No vamos a entrar en detalles de la tortura. En lo personal, siempre he sostenido que es como la música, no se la puede contar. Tampoco creo que aporte demasiado a los propósitos de este ensayo. Decimos esto porque en donde hay coincidencia total entre aquello y lo actual, es en la utilidad de su aplicación. Si ustedes visitan por ejemplo el Museo de la Inquisición en Lima, Perú, y lo comparan a los campos de tortura y extermino de las dictaduras latinoamericanas, la única diferencia -y no sustancial- es que aquellos no contaron con corriente eléctrica, porque si no, hubiesen usado picana, con toda seguridad. Además, hay otra diferencia y son las consecuencias de las necesidades del volumen de trabajo, ya que los genocidas contemporáneos tuvieron necesidad de procesar mayor cantidad de personas. Necesitaron una picadora de carne más grande y por eso no usaron el potro, que requería mayor espacio y tiempo, o el strapato que tenía, en relación a la picana y al submarino, los mismos inconvenientes que el potro. Lo demás es idéntico, incluyendo al escriba que tomaba nota de todo lo que se obtenía de los prisioneros y los conciliábulos donde, en un intento perverso de dotar de cierta formalidad al horror, se decidía el futuro de los desgraciados. Y también son similares las situaciones en otro aspecto, la existencia de bases documentales que informaron y precedieron a la tortura o la desaparición forzada. Por ejemplo, fueron literatura informativa obligatoria los textos del inquisidor Bernardo Ky titulados "Como Conducirse en la Investigación Concerniente a la Depravación Herética", o un texto posterior, de 1376, "Directorum Inquisitorium" del aragonés Nicolás Aimerich, que muestra como hecho destacable la incorporación de trampas, y trucos ingeniosos para obtener una confesión, o el "Maleus Maleficarum" o "martillo de las brujas" entre cuyos autores indicamos a Henrich Keuiachner, un probado degenerado especialmente hostil con las mujeres, partícipe en un famoso Oficio de Fe celebrado en Innsbruck. Este sujeto bien podría haber sido el autor del artículo que en el Código Militar Argentino equipara a las mujeres "a los sordomudos y otros incapaces". Mucho después, en 1490, Torquemada redacta una serie de normas de comportamiento y procedimiento durante los juicios. Al igual que el anterior, es obseso pero en otro sentido, en el desmesurado casuismo y detalle, lo que transforma todo el Acto de Fe en un ritual repetido hasta el cansancio. Pero los inquisidores no tenían un proyecto propio, eran la parte operativa en el área de represión social de un proyecto mayor. Desde el papado hay expresiones vinculantes que propiciaron, permitieron y finalmente ordenaron la tortura. Por ejemplo Gregorio IX ordena se le preste la mayor colaboración a los inquisidores. Y cuando en 1251, en Lombardia, los cátaros asesinan a un inquisidor, Inocencio IV formalmente ordena la tortura que, por otra parte, se practicaba con conocimiento público. Pero no sólo la ordena, la legitima con estas palabras: " Es lícito obtener la verdad bajo tortura porque se trata de ladrones y asesinos de alma". Marcamos esto porque esta orden hace que la tortura varíe su objeto aunque mantenga sus formas y contenidos. No sólo era un camino para determinar la verdad, sino un elemento de punición, o "respuesta a la violencia ajena". Esta última concepción, con el agregado del "propósito de evitar un mal mayor" fue sostenida públicamente hace poco tiempo por algunos tribunales de Israel. Por último, el papa Sexto IV se transforma en el soporte principal de la Inquisición de Fernando de Aragón, y convalida los procedimientos, metodologías y propósitos de esa versión de la Inquisición que, como antes dijimos, es la padecida en América Latina. En cuanto a la realidad americana contemporánea, no podemos dejar de marcar la obra del general brasileño Golbery De Couto e Silva que, con gran capacidad, elabora una recreación para América Latina de la Doctrina de la Seguridad Nacional. Creo que su lectura es necesaria para comprender en su debida extensión el significado práctico de esta teoría, producto de una época donde se vivía en un marco expresado con ese antipático eufemismo de "guerra fría". También los documentos Santa Fe I y II, son conocidos por expresar la Doctrina de la Seguridad Nacional y sin olvidarnos de los documentos internos de los países que la practicaron en sustitución de la natural función de garantir la defensa. Estos textos, de un enfoque eminentemente estratégico, fueron permanentemente complementados con orientación táctica desde la Escuela de las América, con sede en Panamá y por instructores extranjeros que "in situ" enseñaron a torturar, tratando de que no fuese sólo un acto brutal, sino una herramienta eficiente. El caso del norteamericano Dan Mitrione, ejecutado en Uruguay, es el más conocido, aunque no el único. Como expresión contemporánea de aquel concepto inquisitorial que para destruir la "herejía" había que destruir al "hereje", nos parece oportuno, por ser un documento oficial, el "Decreto de Eliminación" dictado por el gobierno argentino en 1975 conocido como "Decreto de aniquilamiento". Allí se daba la orden de "aniquilar" la subversión. Cuando se celebró el juicio a las juntas militares, el presidente de esos días, Italo Luder, argumentó que la orden de aniquilar había sido dictada dentro del concepto de los Pactos de Ginebra, donde se habla de aniquilar la "voluntad de pelea del oponente". Los militares argumentaron que ellos entendieron la orden en sentido literal. Pero en este juego de hipocresías ellos no jugaron solos. Desde el poder político y la sociedad se sabía que en Argentina se estaba cometiendo genocidio. También hubo hipocresía por parte del Santo Oficio. Los religiosos no presenciaban jamás las ejecuciones de sentencia, que correspondía al poder seglar. Era común en esa época que, condenado alguien a morir, desde el Santo Oficio se terminara indicando la sentencia de ejecución acompañando algunos pedidos de clemencia que por supuesto no tenían efecto alguno. En cuanto al tema de la virtualidad como soporte de la imputación y decisión sobre los prisioneros, es oportuno referir una frase del militar argentino Ibérico Saint James, que muy ufano y suelto de cuerpo afirmó: "primero vamos a matar a los subversivos, después a los colaboradores, y después a los indecisos". En toda América hay casos similares. En relación a Guatemala resulta interesante reproducir las afirmaciones de Jennifer Schirmer en su obra "Las intimidades del Proyecto Político de los Militares en Guatemala" en la que refiere que, según el General Gramajo, el estado mayor del ejército planificó la campaña contrainsurgente del 30-70 en cinco fases diferentes: Victoria 82, Firmeza 83, Reencuentro institucional 84, Estabilidad nacional 85 y Avance 86. Sobre el contenido de estos proyectos y en especial sus resultados, la Comisión de Esclarecimiento Histórico ha elaborado un informe que es público y al que nos remitimos. Por último, para clarificar un poco esto del "30-70", la autora reproduce en la página 75 de la obra citada, palabras que le atribuye al general Gramajo que habría dicho puntualmente: "Entonces nosotros teníamos 70 por ciento de frijoles y 30 por ciento de fusiles (como estrategia en 1982). O sea, de un 100 por ciento íbamos a darle comida al 70 por ciento. Antes, era de 100 por ciento, matábamos al 100 por ciento". Pero en todas partes se dictaron, existen y han trascendido, estas órdenes de ejecución, de verdaderos planes criminales, a pesar del natural hermetismo que se guarda. Las apertura de archivos es de una utilidad inmensa, y resulta obligado indicar particularmente las del National Security Archive de WDC al que sólo la historia le pondrá límites en cuanto a su utilidad. Pero todo esto no hubiese sido posible sin la adaptabilidad integral de los poderes judiciales a este tipo de proyectos. Este es un tema amplísimo, que no es parte de este ensayo. Sin embargo, no podemos dejar de hacer una referencia al Informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Guatemala, que contiene un párrafo de gran valor y único en la medida que no tiene similares en los Informes que se han hecho tanto en Argentina como en Chile. Se expresa con valentía y claridad, que el judicial es corresponsable de la impunidad, y también de la violencia que genera la propia impunidad. Esta cronología comparativa puede sostener a los que afirman que no hay nada nuevo bajo el sol. Yo no quisiera rendirme tan fácilmente a este antipático determinismo. Prefiero hablar de que, lo sucedido en América Latina y lo acontecido en el medioevo, es otro capítulo en la lucha interminable de los hombres por su libertad. De hecho, cuando moría la Edad Media y nacía otra era histórica, la respuesta de la inteligencia humana fue la formulación de los principios básicos del Derecho Penal Moderno. Finalmente y para terminar con este tramo del texto, una última referencia a una diferencia entre aquello y esto, que prueba el lado más terrible de lo sucedido en nuestros pueblos, aquí y hace poco tiempo. Las víctimas de la Inquisición o se quemaban en plaza pública o se los hacia desfilar estigmatizados. Sus plagiarios no decían "no los conocemos, no los vimos, no los detuvimos no los torturamos, no los asesinamos", que es la línea argumental coincidente de los militares latinoamericanos. La mayoría de los genocidas actuales tienen un discurso sustancialmente más cobarde que aquel. La desaparición forzada La desaparición forzada esta siempre vinculada a la tortura. No podemos descartar casos en que alguien haya sido víctima de desaparición forzada sin padecer tortura. Si así fuese, estaríamos fuera de los patrones básicos de la conducta represiva, que supone primero la obtención de la información para razonar luego su destino final, vía ejecución extrajudicial o desaparición forzada y eventualmente la libertad. Aún en aquellos genocidios donde lo normal era no tomar prisioneros, la decisión de la eliminación masiva era anterior y se apoyaba en un factor aglutinante reconocible de inmediato, como las características de la raza. Un desaparecido es alguien de quien no se extraerá más información, mientras que un torturado es alguien que ha sobrevivido a los apremios ilegales y al que ya se le ha extraído la información buscada o que, por el contrario, sin tener información que ofrecer ha quedado demostrado que no entraña peligro para los sectores que lo plagiaron. En este caso, está clara la funcionalidad de la tortura a la tarea de monitoreo individual propia del control social. Esto sin dejar de tener presente que potencialmente puede volver a ser sometido a ella cuando las circunstancias lo indiquen. En términos reales, la diferencia entre torturado y desaparecido es, nada más ni nada menos, que la propia vida. La metodología de tortura como herramienta de los agentes del Estado es muy antigua, mientras que la desaparición forzada es una variante represiva más moderna que apunta no sólo a la verdad o a la mentira sino a dar una "solución" al enfrentamiento político, además de ser un excelente instrumento de las políticas de terror. Se ha instrumentado en toda América Latina, pero es en Argentina donde alcanzó niveles proporcionales mayores en relación al numero total de víctimas. También allí se creó una especie de subcategoría, como la del "desaparecido aparecido", referida a personas que durante un tiempo permanecieron como desaparecidas pero que luego fueron retornadas. Fuera de estas diferencias y, sobre todo, las propias del resultado final, desaparición forzada y tortura son muy similares y ambas evidencian formas represivas ilegales y punidas por las legislaciones penales vigente desde mucho tiempo atrás, a pesar de la tardía o inexistente tipificación del delito de Desaparición Forzada. Es recién a partir de los años 70 que apareció como metodología y política de Estado aunque desde tiempo anterior se practicaba, como por ejemplo en Guatemala. De hecho, desaparición forzada y ejecución extrajudicial abarcan el mismo segmento humano y, al crecer estadísticamente una, disminuye la otra. Sin embargo, en términos prácticos, hay una diferencia sustancial: mientras que la tortura tiene fecha cierta de consumación, la desaparición forzada es un delito de tracto sucesivo o delito continuado que tiene la posibilidad de ser desplazado por la figura del homicidio cuando se da la aparición del cuerpo de la víctima, o de privación ilegítima de la libertad cuando la víctima reaparece viva. Esto tiene clara incidencia en el tema de la prescripción penal, sobre todo en épocas donde todavía los tribunales nacionales en gran cantidad siguen negando en términos prácticos la aplicación no sólo del concepto de imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, sino también de la Convención respectiva que establece ese carácter fundamental de los delitos de lesa humanidad. En la experiencia comparada, el caso argentino es interesante ya que se estableció el inicio del tiempo de prescripción a contar a partir del restablecimiento del Estado de derecho y no desde cuando se cometieron los ilícitos. En este sentido una determinación similar para el caso Guatemala sería de gran utilidad. El delito de tortura, como tipo penal, es más o menos coincidente en las diferentes legislaciones internas de los Estados. Por diversos motivos, entre ellos el tiempo que disponemos, haremos algunas someras referencias a ambos fenómenos en su expresión legal. Creemos necesario entonces centrarnos en los instrumentos de gestación supranacional, para el caso la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, emitida por la Asamblea General de Naciones Unidas de número 39-46 que entró en vigor el día 26 de junio de 1987, pero que admite como antecedente cierto la Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes. En la Declaración, que es de fecha diciembre 9 de 1975, se define el término tortura como "todo acto por el cual un funcionario público u otra persona a instigación suya inflija intencionalmente a una persona, penas o sufrimientos graves físicos o mentales con el fin de obtener de ella o de un tercero, información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido o de intimidar a esa persona o a otras". La Convención recepta, aunque con algunos cambios, este concepto básico. En cuanto a los sujetos activos, no es ya "un funcionario público u otra persona a instigación suya", sino que pasa a ser "un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya". Es decir, exige que el hecho sea cometido en funciones públicas. En este sentido es más exigente que la Declaración y acota sus márgenes de aplicación. Pero los amplia, incorporando dentro de las motivaciones de los sujetos activos, "cualquier tipo de discriminación". El resto básicamente es similar. En este sentido, partiendo de la idea de que todo es perfectible, no podemos afirmar que la construcción del concepto se haya agotado y menos que el tipo penal es perfecto, sin embargo creemos que la esencia de la figura esta contemplada. Lo mismo pensamos en relación a la Desaparición Forzada aunque su tipificación ha recorrido un camino mucho más complejo y difícil. La Convención Interamericana sobre la Desaparición Forzada de Personas es un buen ejemplo de lo que decimos y en su artículo II se incluye el concepto: "Se considera desaparición forzada la privación de la libertad a una o más personas, cualquiera que fuese su forma, cometida por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la falta de información o de la negativa a reconocer dicha privación o de informar..." Es una definición perfectible pero que recoge los conceptos básicos. Pero hay algunos elementos que merecen destacarse de esta norma. El primero, que en sus considerandos se recurra a conceptos como los de "solidaridad", a la "conciencia del Hemisferio" que es una invocación a la conciencia ética de la humanidad, y que se reafirme que la práctica sistemática constituye un delito de lesa humanidad. Por último, la obligación de la tipificación del delito en el derecho interno de los Estados parte. Ambas, tortura y desaparición forzada, son hoy instituciones judicialmente reconocidas. Nadie puede decir hoy que no sabe lo que es una y lo que es otra, y menos que no exista tipificación en las legislaciones nacionales o que haya ausencia de instrumentos internacionales del campo del Derecho Internacional Público que se ocupen de ellas. El problema hoy es otro. Muchos de los países que formalmente se comprometen mediante acuerdos firmados en el campo del Derecho Internacional Público, esterilizan y anulan los efectos de esos acuerdos con argumentos que más que eso son verdaderas argucias. Nadie puede hoy sostener que es posible pensar en la licitud del incumplimiento de esos compromisos. Ya no se puede decir que el Derecho Internacional no permite el enjuiciamiento de los delitos de tortura y desaparición forzada. Hoy se puede afirmar que el Derecho Internacional exige el juzgamiento dentro de las categorías de la ley utilizadas por la Corte Internacional de Justicia. La idea de los delitos internacionales fuera de la categoría de los crímenes de guerra, es hoy reconocida por la doctrina consuetudinaria de hostis human generis. Y está claramente establecido que la prohibición de las violaciones a los derechos humanos, como la tortura es ius cogens, situación que genera para los Estados, obligaciones erga omnes, entre las que destacamos la de juzgar o en alternativa extraditar. Por otra parte, este tipo de compromisos están perfectamente establecidos por resoluciones vinculantes como la 3074 de diciembre del 74, emitida por la Asamblea General de las Naciones Unidas, sobre cuya utilidad, validez y obligatoriedad, han quedado zanjadas todas las dudas posibles a partir de las nuevas resoluciones, 2000-24 y la 2001-22 que repotencian en contenido y efectos a la 3074. Lo lamentable es esa pertinaz actitud de privilegiar otro tipo de normativa por parte de los Estados, y algunas claudicaciones muy marcadas de los judiciales, como la Audiencia Nacional de España en el caso Guatemala, o los tribunales argentinos en la efectivización de las medidas requeridas por tribunales españoles. Esto, sin dejar de reconocer y ponderar el papel de dicho tribunal en los juicios sobre Argentina y Chile, que nos hicieron afirmar en aquel entonces que la justicia de España, en aquellos días, era la que mejor había hecho los "deberes" de adaptación de su legislación interna con el objeto de garantizar la vigencia plena de normas de gestación supranacional referidas a los Derechos Humanos. Todos estos puntos han sido y serán tratados por otros investigadores con mayor especificidad que nosotros, que nos hemos limitado a enunciarlos. Pero no queremos terminar sin hacer otra referencia, también escueta, sobre el tema de la afectación a la soberanía que supuestamente conlleva la aplicación del principio de jurisdicción universal como forma del juzgamiento de delitos de lesa humanidad, entre ellos los dos que hemos abordado, la tortura y la desaparición forzada. Sobre nuestra certeza en la falta de razón jurídica en dichos planteos y sinceridad personal en quienes los sostienen, queremos manifestar que ambos insisten en desconocer la realidad que el mundo vive hoy. Siguiendo el pensamiento de Ferrajioli, al que obviamente adherimos, queda claro que no han comprendido que el paradigma de la soberanía externa de los Estados ha pasado el momento de máximo esplendor, como tampoco el significado de la sanción de la Carta de la ONU, en 1945, y la Declaración Universal de Derechos del Hombre en diciembre del 48, para nombrar solo los documentos iniciales. No comprenden, o mejor, comprenden pero no aceptan, que estos documentos transforman y condicionan el orden jurídico mundial. Textualmente Ferragioli dice que "La soberanía externa del Estado deja, en principio, de ser una libertad absoluta y queda subordinada jurídicamente a dos normas fundamentales: el imperativo de la paz y la tutela de los derechos humanos". Y esto es comprensible porque están ligados, o expresan, a sectores que desde siempre han violado los derechos humanos y que la única forma de paz que aceptan es la "pax romana", la paz de los cementerios, siempre y cuando los muertos sean los otros, los nuevos "herejes". Por eso, a pesar de lo que firman y declaman, cuestionan, rechazan e incumplen, desde las estructuras del Estado, las obligaciones del Derecho Internacional. Ferrajioli ha dicho que "Ninguno de los problemas que afectan el futuro de la humanidad puede ser efectivamente resuelto y ninguno de los valores de nuestro tiempo puede ser realizado fuera del horizonte del Derecho Internacional: no sólo la paz, sino también la igualdad, la tutela de los derechos, la libertad y la subsistencia, la protección frente a la criminalidad, la defensa del medio ambiente como patrimonio de la humanidad, incluyendo en ella a las generaciones futuras". No juzgar a los genocidas significa generar nuevos genocidas y el mundo ya esta asqueado de la impunidad. Por eso la impunidad y las diferencias aparecen hoy como usinas seguras de violencia, de guerra, o como dice también Ferrajioli, "violencia explosiva y terrorismo", por otra parte sujetos a la tentación eterna que conlleva la certeza de impunidad. Jugar al macabro juego de hacernos los desentendidos y no pensar que los genocidios del mundo, comenzando por el del pueblo guatemalteco, deben ser juzgados; que la tortura y la desaparición forzada deben dejarse impunes; no garantizará el futuro de la humanidad, y lo que es peor, nos obligará a otras formas de juegos enfermos como el de afirmar, por ejemplo, que el 11 de septiembre del 2001 fue un día soleado y normal en Nueva York. * Dr. Eduardo Antonio Salerno: Abogado argentino con una larga y reconocida trayectoria en la defensa de los derechos humanos, en la actualidad es Asesor Legal de la Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú Tum. |
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