No. 6
(julio - agosto
1998)

 

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Autonomía y Democracia: sustancia de los Acuerdos de San Andrés

Héctor Díaz-Polanco*

El debate en torno a los Acuerdos de San Andrés y sus implicaciones para los pueblos indígenas (y el país en su conjunto), así como sobre los municipios autónomos y las perspectivas de la causa zapatista en un contexto cada vez más convulso, retomará fuerzas en la medida en que se aproxime la fecha de la consulta nacional propuesta por el EZLN en su V Declaración de la Selva Lacandona, emitida en julio pasado.1 Así las cosas, es necesario continuar con los análisis finos sobre las orientaciones fundamentales y el significado de dichos acuerdos, en contraste con las sendas propuestas de reformas constitucionales enviadas al Congreso de la Unión por el Poder Ejecutivo Federal y el Partido Acción Nacional. Esta es una tarea básica para contribuir, en la medida de lo posible, a la formación de un criterio fundado de los cientos de miles (quizás millones) de mexicanos que expresarán su opinión durante la mencionada consulta.

Pero al mismo tiempo, y con igual propósito, es conveniente que la discusión y el análisis no se limiten a los detalles jurídicos o técnicos, o a las formulaciones específicas de San Andrés (cuestión cuya pertinencia está fuera de duda), sino que atiendan también a los problemas de fondo, a los presupuestos centrales de diversa índole (históricos, filosóficos, socioantropológicos, etc.) que dan sustento a la reivindicación substancial de los acuerdos: el derecho a la autonomía. Sin descuidar aquello, debemos volver una y otra vez a la reflexión sobre tales presupuestos, que son los que dan razón de ser a la lucha histórica de los pueblos indios, a las batallas democráticas que hoy realizan y a las que darán en el futuro. No debemos sacar el dedo de este renglón. Las líneas que siguen tienen el propósito de hacer una escueta contribución en ese sentido.

La diversidad cultural o étnica ha sido una constante, prácticamente desde que podemos discernir la conformación de los primeros conglomerados humanos. Esa pluralidad de normas, usos, costumbres, símbolos, cosmovisiones y lenguajes que conforman los distintos sistemas culturales ha provocado tensiones y conflictos a lo largo de los tiempos.2

Cuando comenzaron a constituirse sistemas gradualmente más complejos que implicaban la inclusión de varias configuraciones culturales bajo un mismo paraguas político y una misma organización económica, y además se afirmó la organización jerárquica a su interior, la diversidad devino un factor de conflicto y dificultades. Surge de esta manera la otredad sociocultural como problema. Parte importante de la historia humana consiste en los esfuerzos e invenciones sociales para controlar, manejar o, en casos extremos, suprimir la diversidad cultural. Durante el siglo XX, se ha ensayado una diversidad de métodos para neutralizar los antagonismos o desavenencias que provoca. Un hecho parece afirmarse: la diversidad sociocultural o étnica no puede ser suprimida, y debemos acostumbrarnos a vivir con ella. La esperanza de que la "mundialización" de las relaciones sociales y económicas esfumaría también la multiplicidad de identidades se ha demostrado, hasta ahora, como una ilusión.

El dominio liberal a lo largo de los últimos dos siglos (esto es, el predominio creciente de esta doctrina política a escala mundial después de la gran Revolución Francesa de 1789, de acuerdo con la conocida tesis de Wallerstein), lejos de resolver el problema de la diversidad étnica, lo hizo más intrincado y agudo. Fundándose en la preeminencia de la "autonomía personal", los primeros liberales recusaron los valores de la tradición en los que se sustentaban los sistemas culturales y sostuvieron la primacía absoluta del individuo frente a la comunidad. De ahí su hostilidad ante cualquier derecho enarbolado en nombre de la costumbre y la cultura. Los derechos fundamentales sólo podían tener una fuente: la individualidad. Es hasta el siglo XX que el liberalismo acepta reconocer un derecho colectivo: el derecho de los pueblos a la libre determinación, en la versión wilsoniana, asociado a la facultad de constituir Estado-naciones.3

A punto de iniciar el tercer milenio, la discusión en torno a la diversidad, lejos de amainar, ha arreciado. Uno de los temas centrales del debate internacional se centra hoy en torno a la cuestión de si ciertos grupos (etnias, comunidades regionales, nacionalidades, etc.) deben ser considerados "pueblos" con derecho a la autodeterminación; y en caso afirmativo, cuál sería el sentido y alcance de tal derecho. Entre estos grupos se encuentran, desde luego, los indígenas latinoamericanos. La forma en que se dirima este litigio tendrá un impacto crucial sobre el destino de las comunidades étnicas. Ante todo, determinará la manera en que esos grupos ejercerán políticamente sus derechos colectivos, y consecuentemente tendrá una influencia considerable sobre las posibilidades de que los derechos humanos de sus miembros, en sentido amplio, sean respetados y ejercidos plenamente. En suma, está en juego que puedan practicar sus prerrogativas ciudadanas en regímenes mínimamente democráticos; esto es, que puedan acogerse a una ciudadanía diferenciada o "ciudadanía étnica".4

El espíritu de las luces y el volksgeist

En muchos lugares del mundo, la ideología que ha dado más fuerte combate a las aspiraciones autonómicas es, sin duda, el liberalismo. Nos referimos al liberalismo duro, que sostiene las viejas tesis de la doctrina. Como veremos, a últimas fechas eso empieza a cambiar. Pero en cuanto a levantar obstáculos a la constitución de entes autónomos en el marco de los Estados nacionales, el relativismo cultural absoluto, responsable del resurgimiento de fundamentalismos etnicistas, forma una sólida unidad con el primero.

Ambos funcionan como las dos caras de la misma moneda, y en los hechos se refuerzan mútuamente. El primero estorba la autonomía en cuanto excluye toda consideración cultural en la determinación de la condición ciudadana. Ni tradición ni identidad son fundamentos para constituir la sociedad política, organizada como nación, sino la razón y la adhesión voluntaria, la asociación y el contrato. El relativismo extremo, so pretexto de reivindicar la particularidad, se aferra al dogma de la “inconmensurabilidad” de los sistemas culturales y exalta la total preeminencia de la cultura sobre la individualidad. Se trata de los viejos adversarios, enfrentados desde finales del siglo XVIII: el espíritu de las luces frente al volksgeist (espíritu del pueblo); el racionalismo de origen francés frente al romanticismo de cepa alemana: la antigua rivalidad entre los respectivos herederos de Voltaire y Herder, que originó la falsa disyuntiva entre universalidad y particularidad. La contienda entre estos extremos dificulta la armonización entre razón y cultura, entre pensamiento y tradición, entre unidad nacional y pluralidad; su persistencia estorba la transacción sociocultural que implica el régimen de autonomía.

El punto central que preocupa al liberalismo intransigente es el de los derechos políticos que pueden derivarse de la calidad de comunidades culturales: el derecho de éstas a convertirse en comunidades políticas en tanto constituyen pueblos. Al argumentar en contra de los derechos culturales de tales comunidades o pueblos, de hecho se argumenta en contra del derecho de éstos a constituirse en unidades político-territoriales, particularmente en entes autónomos. Para ocultar esta verdadera preocupación, los liberales de esta tendencia buscan extender una cortina de humo alrededor de supuestos peligros para las garantías individuales, para la integridad nacional, para los derechos de ciertas minorías (grupos religiosos, mujeres, etc.) y, en general, para la vigencia de principios de igual y tolerancia. Estos alegatos no pueden sostenerse en argumentos racionales, pues no puede demostrarse que los regímenes de autonomía contribuyan a la desintegración social o provoquen restricciones de las libertades. El examen de las experiencias, por el contrario, echa por tierra los reparos liberales.

Lo interesante es que la acumulación de evidencias a favor de la pluralidad y el mismo empuje de la lucha autonómica en todo el mundo están provocando cambios en el seno del enfoque liberal. Así, obviando aquí los matices, hoy se observan dos estadios liberales: 1] El de aquellos fuertemente aferrados a la versión tradicional que no admite la pluralidad ni la autodeterminación si no es como atributo exclusivo del Estado-nación; 2] el de los que ponen seriamente en cuestión los postulados originales del liberalismo por lo que se refiere a los derechos colectivos y abren la doctrina a la admisión de la autonomía como fundamento de la democracia. Desgraciadamente, la posición extrema y conservadora que expresa la primera posición es la que todavía prevalece entre los liberales nativos de América Latina. Para nuestro infortunio, la mayoría de éstos siguen aferrados a la doctrina decimonónica; de ahí su anacrónica alarma ante las demandas de autonomía.

Imperturbables ante las innovaciones de su propia tradición intelectual, pervive en ellos, incluso reforzado, el proyecto integracionista del proverbial indigenismo latinoamericano (del que México es pionero), adverso a cualquier reconocimiento autonómico a los pueblos y comunidades étnicas. Como congelados en el pasado, parecen ignorar que se están desarrollando valiosas metamorfosis en el programa liberal en dirección a reconocer la pluralidad y la autonomía, con un vigorosa influencia en la comunidad internacional. Se trata de lo que podemos llamar un liberalismo pluralista, impulsado por influyentes pensadores como John Rawls, Nagel, Tylor y otros.5 A ello corresponden declaraciones pluralista de la Liberal Internacional. Por ejemplo, la resolución adoptada por el Comité ejecutivo de la Liberal Internacional en 1995, en la que se acepta que "los derechos colectivos podrían contribuir a establecer y complementar plenamente los derechos individuales"; y sobre todo que aquéllos "pueden extenderse desde los derechos educativos y culturales hacia la autonomía, incluyendo la autonomía territorial no secesionista".6 Estos planteamientos expresan un gran salto cualitativo. Subrayemos, finalmente, destacados esfuerzos que introducen la pluralidad sociocultural y la autonomía como componentes básicos de los regímenes democráticos.7

Autonomía y democracia

Estos cambios en la tradición liberal, sin anular por completo las tensiones de fondo, crean un prometedor campo de entendimiento con los partidarios de la pluralidad, afirmando la creencia cada vez más firme de que en aquellos Estados nacionales con una composición heterogénea desde el punto de vista étnico, el régimen de autonomía es el arreglo que permite asegurar unidad y diversidad y, al mismo tiempo, garantizar la convivencia democrática.

Ahora bien, para la mayoría de los actuales Estado-naciones la heterogeneidad sociocultural es la norma. Si la regla mundial ha sido la constitución del Estado-nación a partir del cartabón universalista, dejando de lado el principio cultural preconizado por el romanticismo (“cada nación cultural un Estado”); si para conformar estas entidades, por tanto, no se consideraron ni respetaron casi nunca las características culturales o étnicas de las poblaciones, imponiéndose la “nación política” en detrimento de la “nación cultural”, ello determinó que al interior de la mayoría de las flamantes unidades políticas se agruparan conjuntos humanos socioculturalmente dispares. La pluralidad de facto resultó entonces la norma. Así, paradójicamente, el Estado que nace como exaltación de la homogeneidad universal fundada en la razón, generalmente lleva en su seno el germen del conflicto que brota de su propia composición diversa.

Durante un largo período, las inclinaciones uniformadoras y centralistas de los Estados predominaron, así como los consiguientes conflictos nacionales y étnicos. Pero con el paso del tiempo, las tendencias pluralistas y descentralizadoras han ganado terreno. Después de la Segunda Guerra mundial, el multiculturalismo se ha ido imponiendo claramente. Los arreglos autonómicos han sido la piedra de toque. La experiencia histórica acumulada demuestra que las autonomías contribuyen a desarticular las tensiones interétnicas y las fricciones nacionales, aunque éstas no desaparezcan del todo. Una de las ventajas de la autonomía es que permite a grupos socioculturales de diversa naturaleza el ejercicio de derechos particulares, sin necesidad de plantearse la separación y la constitución de un Estado-nación propio; esto es, el ejercicio de la autonomía como expresión concreta del derecho a la autodeterminación. En la medida en que satisface las aspiraciones históricas de tales grupos, la autonomía armoniza las partes componentes del cuerpo social; en tanto abre espacio a la participación de sectores anteriormente impedidos, sienta las bases de un auténtico régimen democrático. Heterogeneidad sociocultural sin autonomía regularmente da lugar a regímenes políticos contrahechos desde el punto de vista de las libertades democráticas.

Autonomía y democracia, en efecto, son inseparables. De hecho, las autonomías se establecen para hacer posible que grupos étnicos o nacionales asuman plenamente derechos democráticos que la desigualdad, la marginación, la discriminación o la segregación les impiden practicar. Las relaciones que derivan de esta condición indeseable son incompatibles con principios democráticos universalmente aceptados. Por ejemplo, la democracia supone la posibilidad de la alternancia, así como la eventualidad de que la minoría pueda convertirse en mayoría y viceversa. En tanto la situación de ciertos grupos étnicos configura un status de minorías permanentes, sin posibilidad de participar en una medida justa en las instancias de gobierno y en los órganos de representación local y nacional, estamos ante un hecho antidemocrático. A éste se pueden agregar muchas otras asimetrías que, por razones de espacio, no podemos abordar aquí. La autonomía es una “ingeniería social”, un pacto nacional para crear las nuevas relaciones y las instancias sociopolíticas—precisamente los entes autónomos—que permitan superar las restricciones mencionadas.

Justamente porque se trata de un arreglo de este tipo, la autonomía contemporánea se funda en cuatro principios básicos que están asentados, explícita o implícitamente, en todas las formulaciones conocidas.8 Estos son: 1] la unidad de la nación; 2] la solidaridad y fraternidad entre los diversos grupos étnicos que componen el país; 3] la igualdad de trato de todos los ciudadanos (incluso en los entes autónomos), y 4] la igualdad entre sí de los grupos socioculturales que convivan en el territorio autónomo.9 Como es fácil de entender, fundadas de esta manera—y en México los verdaderos autonomistas no pretenden instaurarlas de otro modo—las objeciones a las autonomías que levantan sus contradictores carecen por completo de fundamento. Por ejemplo, el principio de unidad nacional incluido en el pacto autonómico descarta los temores al “separatismo”; el de igualdad de trato previene cualquier violación de garantías individuales o derechos humanos; la igualdad entre sí es un antídoto contra las relaciones de desigualdad entre grupos étnicos, etcétera. Por lo que se refiere en particular al caballito de batalla del antiautonomismo (el espantajo de la “balcanización”), hay que observar que la autonomía, por el contrario, ha sido el gran pacto social que en muchos casos ha impedido precisamente que se desgarre el tejido nacional. Países como España o Nicaragua, para marcar dos ejemplos cercanos, han mantenido su unidad precisamente merced a los derechos reconocidos y a las libertades creadas por sus regiones autónomas. De no haberlo hecho, es casi seguro que hoy estarían agudamente divididos y quizás desmembrados como países.

No es casual que el régimen de autonomía se haya establecido, aparte de los casos mencionados, en países tan diversos como Dinamarca (autonomía de Groenlandia), Finlandia, Italia, Portugal y Rusia. En muchos otros se avanza en la negociación o definición de sus términos, o se dan los primeros pasos para ponerla en práctica, como es el caso de Canadá, Colombia, Ecuador y Guatemala, entre otros.

Las vicisitudes de la autonomía

Este desarrollo no es parejo. En algunos países, la resistencia a aceptar el régimen de autonomía--por parte de grupos de intereses y de poder-- es obstinada. Esto es notable en países latinoamericanos y particularmente en México. Cuando no hay manera de evadir la discusión o de bloquear el proceso de autonomía, a menudo se busca evadir su aplicación creando entes seudoautonómicos.

En todos los casos, las vicisitudes que acompañan a los debates sobre la autonomía se relacionan con ciertos temas centrales. En primer plano se encuentran las cuestiones relativas a las escalas de la autonomía. Es frecuente que los gobiernos deseen reconocer los derechos autonómicos en un ámbito reducido que dificulta, o de plano impide, la reconstitución y el desarrollo vital de los grupos demandantes. Desde luego, buscan de esa manera encerrar o confinar a los indígenas en el ámbito comunal y, de paso, evadir el reconocimiento de derechos fundamentales, como los relativos al territorio.10 De igual forma, hay resistencia a reconocer la existencia de entidades autónomas como un orden de gobierno que se agrega a los preexistentes en el marco de un sistema federal o unitario.

No es casual que, por ejemplo, ambos temas se ventilen actualmente tanto en México como en Canadá, aunque con tono diferente. En México, como se sabe, el gobierno pretende reducir la autonomía al estrecho margen de la comunidad, sin permitir configuraciones autonómicas en espacios más amplios (municipales o regionales, según el caso). Así se establece en la mencionada iniciativa de reformas a la carta magna enviada por el Ejecutivo federal al congreso. La respuesta del ezln a esta intención gubernamental de sustituir a la autonomía por el comunalismo neoindigenista, se hizo en la V Declaración: “Ninguna legislación que pretenda encoger a los pueblos indios al limitar sus derechos a las comunidades, promoviendo así la fragmentación y la dispersión que hagan posible su aniquilamiento, podrá asegurar la paz y la inclusión en la Nación de los más primeros de los mexicanos. Cualquier reforma que pretenda romper los lazos de solidaridad históricos y culturales que hay entre los indígenas, está condenada al fracaso y es, simplemente, una injusticia y una negación histórica”.11

Asimismo, la parte oficial rechaza el reconocimiento de un nivel de gobierno autonómico: ni siquiera quiere reconocer a la comunidad como entidad de derecho público, como se establece textualmente en los Acuerdos de San Andrés. No es necesario subrayar que el oficialismo y sus ideólogos consideran la autonomía a escala municipal o regional prácticamente como designios satánicos. Todo lo que sea supracomunal le resulta repugnante, porque en el fondo no se desea reconocer que los indígenas conforman pueblos. Esto explica la furibunda reacción gubernamental frente a las declaratorias de municipios y hasta regiones autónomas por parte de los zapatistas y otros sectores del movimiento indígena.

En relación con los puntos mencionados, en cambio, la Comisión Real sobre los Pueblos Autóctonos de Canadá ha planteado recientemente que “sea instituido un tercer orden de gobierno: el autóctono, además de los niveles federal y provincial”; y ha sugerido que los beneficiarios de la autonomía sean las “naciones” indias y no las “comunidades o bandas”.12 Lo mismo pasa con los asuntos del territorio, la jurisdicción acotada y las competencias propias de los entes autónomos.

Son puntos cruciales, pues la autonomía implica dos grandes reconocimientos: de derechos particulares (sintetizados en las competencias propias para ser ejercidas en un territorio jurisdiccional) y de las instituciones (que se concretan en el autogobierno) necesarias para dar sentido práctico y efectivo a aquellos derechos. Es frecuente que se busque convertir a la autonomía en un mero dispositivo verbal, sin contenido, ya reduciendo los derechos más allá de lo mínimo, ya negando a los sujetos autonómicos el reconocimiento—acotado constitucionalmente--de las instituciones propias. Con ello se procura crear la situación que he caracterizado como el reconocimiento de pueblos sin poder. De esta manera, la autonomía nace muerta o queda invalidada en la práctica, al menos por lo que se refiere a verdaderos beneficios para los pueblos. Porque la esencia de la autonomía implica descentralización y democratización; y ello sólo puede alcanzarse realmente cuando se sientan las premisas para un empoderamiento de los pueblos de que se trata.

* *Investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (ciesas). Asesor del ezln durante el diálogo de San Andrés sobre "Derechos y cultura indígena". Autor de Indigenous peoples in Latin America. The quest for self-determination, Latin American Perspectives Series, Westview Press (Harper Collins Publishers), Colorado/Oxford, 1997, y La rebelión zapatista y la autonomía, Siglo XXI Editores, México, 1997. E-mail: diazp@df1.telmex.net.mx

 

Notas

1 Se pueden consultar materiales valiosos sobre estos temas. Por ejemplo, Araceli Burguete Cal y Mayor, “Autonomías indígenas en los Altos de Chiapas”, en Convergencia Socialista, año uno, núm. 4, México, enero/febrero 1998, y “Remunicipalización en Chiapas: los retos”, en Memoria, cemos, núm. 114, México, agosto de 1998; François Badaire, “El dilema de la autonomía indígena”, Convergencia Socialista, año uno, núm. 5, mayo/junio 1998; Consuelo Sánchez, “Los senderos del ezln”, en Memoria, cemos, núm. 114, México, agosto de 1998; Luis Hernández Navarro y Ramón Vera (compiladores), Los acuerdos de San Andrés, Ediciones era, México, 1998.

2 El presente texto es parte de un ensayo más extenso sobre Autonomía, liberalismo y democracia, en preparación. Una versión del mismo fue publicada en la revista Equis. Cultura y sociedad, núm.1, México, mayo de 1998.

3 Inmanuel Wallerstein, Después del liberalismo, Siglo XXI Editores, México, 1996, passim.

4 Guillermo de la Peña, Notas preliminares sobre la "ciudadanía étnica" y Neil Harvey, La autonomía indígena y ciudadanía étnica en Chiapas, XX International Congress de Latin American Studies Association (lasa), Guadalajara, abril de 1997.

5 Se trata del "segundo" Rawls, quien corrige aspectos centrales de su clásica obra Teoría de la justicia, en trabajos posteriores como El liberalismo político (fce, México, 1995), en donde introduce las nociones de "pluralismo razonable" y "consenso traslapado". Véase, sobre todo, John Rawls, Le droit de gens (avant-pros: Beltrand Guillarme, commentaire: Staley Hoffmann), Éditions Esprit, Paris, 1996.

6 Cf. “Resolución sobre minorías históricas”, en Perfiles Liberales, n° 46, Bogotá, marzo-abril de 1996, p. 26.

7 Cf. Philippe C. Schmitter y Terry L. Karl, "Lo que es... y lo que no es la democracia", en P.C. Schmitter, Teoría del neocorporatismo, Universidad de Guadalajara, Guad., 1992, p. 487-505; Robert A. Dahl, La democracia y sus críticos, Paidós, Barcelona, 1993.

8 En el caso particular de las autonomías de España (constitución de 1978) y de Nicaragua (constitución de 1987, reformada en 1995), estos principios se establecen expresamente.

9 Para más detalles, cf. H. Díaz-Polanco, Autonomía regional. La autodeterminación de los pueblos indios, Siglo XXI Editores, 2da. edición, México, 1995, p. 228.

10 Para más detalles sobre la estrategia comunalista del nuevo indigenismo, cf. H. Díaz-Polanco, La rebelión zapatista y la autonomía, Siglo XXI Editores, México, 1997, p. 52 y sigs.

11 “V Declaración de la Selva Lacandona. Hoy decimos: ¡Aquí estamos! ¡Resistimos!”, en Perfil Político de La Jornada, 21 de julio de 1998, III.

12 Ver Marie Léger, “Canadá: nueva relación entre pueblos autóctonos y Estado”, Convergencia Socialista, n° 4, enero/febrero, 1998, p. 44.

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